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Para la mayoría de sus compañeros, no fue una sorpresa encontrarse aquella mañana con que Panizo no estaba en la formación. Un día u otro tenía que ocurrir. Muchos se alegraron de perderlo de vista. Otros se sintieron defraudados. Se les arruinaba, en parte, la sucesión de burlas y novatadas. Se marchaba el tipo raro; blanco Cuartel Militar de Tres Cantos. 12 de agosto de 2002. José María Panizo. Trastorno mental de tipo inespecífico. Antecedentes: retraimiento, irritabilidad y desorganización. Susceptibilidad a Tras periodo preventivo de observación, el recluta presenta los siguientes síntomas: ideas delirantes de imposición del pensamiento, comportamiento extraño, habla inconexa, alternancia de periodos de agitación con otros de abulia y alogia. Indicación: análisis de sangre y orina. TAC. Propuesta: licenciatura por incapacidad sobrevenida para el SMO y derivación A pesar de que, en principio, los del ejército no había querido declararlo “no apto”, todos en casa sabíamos que aquello no podía terminar bien. Llamó por teléfono desde el cuartel. Se resistió a que fuésemos a recogerlo. 1 Revisión del texto galardonado con el I Premio Nacional “Vivir” de Relato Breve. Ed. Diputación Provincial de Cuenca, 2003 Aquella mañana, Mamá no nos dejó parar un momento. Estuvimos limpiando la casa, ordenándolo todo, preparando el cuarto de Josemari. - Estará al llegar, mujer; no te preocupes. A pesar de que ya no quedaba nada más que hacer, seguimos trasteando por la casa, sin una misión concreta, hasta que sonó el timbre. Mamá le recibió como si volviera intacto de una guerra. Era evidente; todos lo notamos. Aquel entusiasmo agobiaba a Josemari que, por lo general, huía de las Mamá había preparado sopa de pescado y albóndigas. En pleno mes de agosto. Durante aquella comida especial para celebrar que, al fin y al cabo, Josemari había terminado la mili, se respiraba una especie de afán de normalidad que ahora, Ninguno de nosotros podía evitar observarlo furtivamente. Josemari comía con un apetito alarmante. Se levantaba continuamente de la mesa y, sin decir una palabra, salía del comedor. Al cabo de un momento, volvía y se sentaba de nuevo. Y así todo el tiempo. No recuerdo una sopa de pescado, unas albóndigas, con menos sabor. Papá carraspeaba sin levantar la vista del plato, sin dejar de comer. Mamá bebía agua a cada momento y trataba de iniciar conversaciones que ninguno seguíamos. Josemari respondía con monosílabos, o no se molestaba en responder. Lucía, la pequeña, le preguntó si había disparado. Todos sabíamos que algo estaba a punto de ocurrir. No habíamos llegado al postre y ya habíamos recobrado la memoria exacta de tantas horas idénticas a lo largo de los últimos años. Estábamos otra vez como siempre: los cinco y la casa, las paredes, los lazos del cariño, del deber, una incierta culpabilidad, los lazos del miedo. Poco antes de terminar, Josemari pareció ceder al estallido de una tensión interna y se levantó de la mesa súbitamente. Mamá se disponía a seguirle cuando mi padre la - Espera; es mejor que lo dejes tranquilo. Poco después empezaron los golpes. Entonces sí que nos levantamos todos. Mi padre trató de evitar que le siguiésemos hasta la habitación de Josemari. La puerta estaba cerrada. Papá, y las tres detrás de él. Creo que todos gritábamos. Del otro lado nos llegaba el hálito terrible de esa fuerza destructiva que, una vez más, se desataba y se apoderaba de él. No sé de qué manera conseguimos entrar. Vimos a Josemari golpeándose la cabeza contra el armario. Su cara estaba cubierta de sangre. Y gritaba, furioso, contra sí mismo. Recuerdo que yo tenía aún la boca llena. No sabía qué hacer con aquella Luego vino un médico y dijo que había que llevarlo al hospital. Tras la crisis, Josemari se había quedado rígido y apenas colaboraba. Trajeron una ambulancia y entonces volvió a ponerse violento. Al final tuvo que venir la policía. Desde la ventana de mi cuarto vi cómo los vecinos se asomaban a los balcones, cómo se arremolinaban junto al portal. Yo ya sabía que en el barrio lo llamaban el loco. - Esto es un centro de agudos. Hemos realizado todas las pruebas. No podemos hacer nada más por él. Deberían buscar ayuda en otro sitio. Acudan con estos informes a su médico de cabecera. Él les podrá orientar. Mientras no estuvo Josemari, apenas los tres meses que duró su servicio miliar, cenábamos y luego veíamos la tele. Sobre todo las series de comedia. Papá se quedaba dormido y había que despertarlo para decirle que ya había acabado el programa, que nos íbamos a acostar. Sonreía, un poco ido, y nos daba un beso a cada una. Con mi hermano en casa todo era igual y diferente. - ¿A qué hora es mañana lo del médico? - No lo sé. Mamá es la que se ocupa de eso. - Ya le he dicho que no necesito que me vea nadie. Y menos el gordo ese. - Una vez descartados otros posible trastornos psicóticos, las pruebas arrojan un diagnóstico claro. Su hijo sufre una esquizofrenia de tipo inespecífico o paranoide. No - Es una enfermedad muy compleja, provocada por un desajuste químico en el cerebro que se debe a un exceso de dopamina y que. Todo aquello no sirvió de mucho. Quiero decir que, el hecho de ponerle un nombre a lo que vivíamos en casa, no hizo que nos sintiéramos ni mejor ni peor. Al menos, le instauraron un tratamiento para prevenir las recaídas y para reducir los síntomas en caso de que sufriera otro ataque. Insistieron mucho en lo importante que era que Josemari siguiera las pautas de medicación. - ¿Han llamado del taller? -preguntó Josemari, por tercera vez aquella mañana. - No han llamado del taller. Joder, les dejé un recado la semana pasada. Para Lucas, les dije, para Lucas. Que estoy libre, que ya he terminado la mili, que ya puedo - Tú no te metas; que no sabes de qué va esto. - Bueno, hijo, acércate por allí. No hay otra forma de. Josemari revolvía en los cajones del aparador. - Es por la medicación, hijo, no te conviene. de momento. Se marchó despacio, extrañamente apaciguado. Pero no tuvo demasiada suerte. En realidad, Lucas sí había recibido el recado. - Verás, chaval; tuve que contratar a otro para cubrir tu puesto. No pensaba que - Es que. verás: el que te sustituye tiene un contrato temporal, de nueve meses. Es el hijo de Ramón, el del bar; ¿entiendes? Pásate a la vuelta del verano, a ver si para Hacía calor en casa. Recuerdo que no podíamos dormir. Las ventanas abiertas de par en par y el ruido continuo del tráfico en la autopista. Algunas noches me Y, mientras hablábamos de cualquier cosa, Mamá comprobaba las tabletas de los comprimidos. Mirando el calendario que había en la pared, contaba con los dedos de la mano. La cosa no cuadraba. Solían sobrarle dedos, o pastillas. La situación, sin haber variado mucho, se hacía insostenible. Josemari se estancó en una perplejidad y un abandono preocupantes. Apenas salía de su cuarto. No podíamos evitar preguntarnos qué hacía durante tantas horas en silencio. Estaba más Tenía un grupo de tres o cuatro amigos -los de antes-, que a veces lo llamaban para decirle que habían quedado en alguna parte. Le dábamos el recado porque él ya no quería hablar por teléfono. Decía que lo ponían nervioso aquellas voces de la gente que se le metían en la cabeza y que luego no había forma de sacarse. - ¿Por qué la gente habla tan rápido por teléfono? ¿Por qué gritan tanto? Para eso que vengan aquí, ¿no? Para eso que no llamen. Y se encerraba en su cuarto. No paraba de fumar. - ¡Enana, bájame a por un paquete de Ele Eme! Dile a Mamá que te dé el dinero. Desde que llegó, notamos que le costaba trabajo asearse. Había abandonado poco a poco la rutina de la ducha, el desodorante y el cepillo de dientes. Olía como cuando pasas junto a uno de esos mendigos que viven en la calle. Tenía el pelo más largo, más débil y lacio que nunca. Y estaba engordando. Había noches en las que salía de su cuarto, como un animal que irrumpe en un claro del bosque, atraído por la luz de una hoguera, y se sentaba con nosotros a ver la tele. Pero le irritaban los presentadores, el argumento de las películas, la música estridente de los concursos. Se enfrentaba, sobre todo, con las chicas de la pantalla. Las insultaba de forma brutal, aunque sin levantar la voz, entre dientes, recostado en el sillón que nadie se atrevía a ocupar, fumando. No dejaba que Papá cambiase de canal. Yo le había pedido a mi madre que me apuntase a un campamento que organizaba el instituto, durante quince días, en la Pedriza. - Pero no hay dinero, hijita, ya lo sabes. La medicación es cara. Papá está tratando de encontrar un trabajo para Josemari. Entonces a lo mejor. En cambio, le compraron una televisión a mi hermano, que últimamente se había A través de las paredes, de la puerta cerrada de su cuarto, nos llegaban de forma incesante el sonido de las voces, de la música, los jadeos, las sirenas, los aplausos, las Supongo que Papa debía de tener buena reputación en la empresa. Llevaba diez años haciendo la misma ruta y no había faltado al trabajo ni un solo día. - Me hago cargo de tu problema, Panizo, pero no te prometo nada. - Nos conocemos bien, hombre. José María es un mecánico de primera. Estaba en el taller de Lucas, ya lo sabes. Pero se fue a la mili y. - Dices que el chaval se está recuperando, y me alegro. Pero te hago responsable de lo que pueda ocurrir. Y no olvides que yo también me la juego. Tendría que haber empezado el lunes siguiente, pero no hubo forma de convencerlo. Papá tuvo que mentir, que interceder nuevamente en su favor. Al final, Josemari consintió en adecentarse, en acompañar a mi padre hasta el garaje de los autobuses, y empezó a trabajar como cualquier otro. Parecía haberse estabilizado. Tomaba la medicación con regularidad. Aquello empezaba bien. Mamá se había informado, a través de una asociación, del tipo de cosas que era importante hacer y no hacer para que la situación mejorase. Y estaba contenta de los resultados. Todos lo estábamos. Vivimos aquellos días con cierta despreocupación; pero conscientes, en el fondo, de que disfrutábamos de un tiempo prestado, de una clase de calma reservada a otros. Había dos mellizos trabajando con Josemari en el taller; dos que andaban por el - No te inquietes- le decía mi madre-. Al menos vuelve a tener amigos. Necesita salir, relacionarse, y sentir que confiamos en él. Solían quedar los fines de semana en el bar de la estación. Vaya tres. A partir de ahí, pudo haber ocurrido cualquier cosa. El caso es que, a pesar de tantas historias que se oían por el barrio de alcohol, peleas, cocaína y yo que sé, el otoño transcurrió sin grandes cambios. Más de lo mismo. La vecina de enfrente, con una oscura intención de ayudar, le decía a mi madre - Ándate con ojo con ese chico tuyo, que no va por buen camino. Ese tipo de cosas afectaban a mi madre. Tanto que, cuando finalmente echaron del trabajo a Josemari, Mamá se sumió en un abatimiento culpable. Fue por algo que le hicieron al coche de uno de los jefes de Papá. Por lo visto, ya venían estando un poco hartos de Josemari en la empresa. Y, para colmo, se le ocurrió coger sin permiso aquel maldito BMW y llevárselo a Valencia el fin de semana. A la vuelta tuvieron un pequeño percance. Uno de los mellizos estuvo ingresado en el hospital. Mi hermano también, sometido a un fuerte tratamiento antipsicótico con haldol A Papá lo salvo su antigüedad en la empresa. Debieron de calcular lo que les iba a suponer la indemnización por el despido y prefirieron dejarlo estar. - Al fin y al cabo, él no es el responsable, joder. Bastante tiene ya con lo que A partir de entonces, Papá se sintió avergonzado y en deuda con ellos. De manera que tuvo que aceptar un cambio a peor en la ruta y en el horario. Para compensar la disminución de su sueldo, doblaba turnos y, para ocultarlo, participaba en Una fisura de rencor hacia mi hermano, de rencor culpable, resquebrajó un poco más la corteza que, en aquella familia, nos protegía a los unos de los otros. A la pequeña Lucía le fallaron los nervios. Tuvo problemas en el colegio y se puso mala del estómago. Por más que la miraron, los médicos no encontraron nada - No se preocupen. La niña está bien. Probablemente necesite un poco más de Mis padres estaban desbordados y se enfrentaban por cualquier nadería. A mí me daba vergüenza que me viesen con Josemari por la calle. Tampoco me gustaba quedarme a solas con él. Era por cómo me miraba. A fuerza de haberlos sufrido se reconocen de antemano los signos que preceden a la fatalidad. No hace falta confiarse a una intuición privilegiada. Aquella mirada fija, o una risa inapropiada ante cualquier comentario que se hiciera al otro lado del salón; su manera de estar sentado, las manos en el regazo, vueltas hacia arriba ¿O es ahora que lo pienso, una vez que hace tanto tiempo? De otro modo. quizá hubiera hecho todo lo posible para evitar que se organizase aquella fiesta. Mi madre, en un intento desesperado de no sé qué, decidió que había que celebrar por todo lo alto el cumpleaños de Josemari. Seguramente se sintiera presionada. Aquella casa hervía por los cuatro costados. Algo había que hacer; por un día, por un rato siquiera. Varios de los familiares a los que llamó no acudieron. Es fácil imaginar el Papá decidió que era un buen día para reconciliarse con Josemari. Le regaló un reloj demasiado caro con la intención de abrumarlos a todos con aquella demostración Pero mi hermano estuvo como ausente todo el tiempo, como si le diera lo mismo un par de besos en las mejillas, una mirada atravesada de temor, un suave tirón de orejas, o una palabra de más que se le escapase a alguien en medio de un inoportuno Por debajo de la luz amarillenta de las bombillas, del humo condensado en el techo, por debajo del rumor constante de risas y palabras, de la aparente normalidad, imperaba su razón equivocada; el deslumbrante resplandor del deseo final. Una franja de luz que escapaba por debajo de la puerta de la cocina debió de llamar su atención. Un gesto de determinación atravesó su rostro dividido. Apagó un cigarrillo que estaba fumando y se encaminó lentamente hacia allí. Me tocó a mí ir a avisarle para que apagase las velas, como podía haberle tocado Cuando llegué, no había nadie en la cocina. La ventana estaba abierta. Ahora no puedo imaginar la clase de energía que me permitió acercarme y mirar al vacío. Josemari estaba en el fondo del patio, boca arriba. Tenía los ojos abiertos. No recuerdo cuánto tiempo permanecí mirándolo. Aunque no debió de ser mucho; o sí. Cuando volví al salón, noté que todos me observaban paralizados, como si estuviesen posando para una macabra fotografía de familia. Creo que algo se cayó al suelo. Mi tío Julián, que era policía, me cogió por los hombros y me agitó hasta que se De pronto, todo se aceleró; la casa entera vuelta del revés. Me senté en una silla y recuerdo que me quedé mirando a la tarta, a las velas rojas goteando, derramándose sobre la nata. - Hay que seguir adelante. De algún modo hay que seguir adelante. Con esto y con cosas peores que esto. No lo dudes, hijita. La abuela se vino del pueblo para echar una mano. Fue, a pesar de todo, una época ordenada en la que la familia se reagrupó en torno al vacío de las horas en la sala de espera. Una sucesión de noticias alentadoras, de nuevos pronósticos que mejoraban con mucho la estimación inicial, completó una ilusión de vuelta a la normalidad. Josemari había tenido suerte. Las cuerdas para tender la ropa habían amortiguado un poco la caída. De otro modo, el desenlace hubiera sido fatal. Se confirmó, eso sí, la De aquél hospital lo derivaron a otro especializado. Mi madre tuvo que alquilar una habitación en un piso compartido con familiares de otros pacientes allí, en Toledo. Una vez más, el apoyo de los más próximos era determinante para la evolución del enfermo; el sustento de la familia, la carga irrenunciable y todo eso. Aquello duró casi un año, creo. La rehabilitación, la reeducación, el control del tratamiento. Luego, tras infinitas gestiones, los servicios sociales le ofrecieron una plaza en un piso tutelado. Allí viviría con otros pacientes bajo el adecuado control. - Es importante que recupere la autoestima, y que se distancie un poco de ustedes. También es importante que sus vidas sigan adelante- nos dijeron. Vivíamos en un tercero, sin ascensor. La silla de ruedas no cabía por la escalera. No podíamos hacer frente a un cambio de casa. Tampoco podíamos cargarnos aún más; ni él quería hacernos ya partícipes de sus problemas, ni sentía por nosotros un amor como el que Mamá le atribuía; mil cosas. Una discreta distancia, de visitarle de cuando en cuando, de preguntar por él. Eso y otras cosas menos nítidas es lo que me ha quedado. Mi madre sigue llevando el peso y su abnegación nos redime a todos un poco. La presencia de mi hermano impregna el piso de mis padres aún hoy. Y el camino de su razón equivocada sigue siendo también el nuestro, sin que podamos recordar el principio, ni atisbar el final. Porque detrás de cada puerta siempre hay otra.

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