La mirada y el mal Análisis de la novela El túnel de Ernesto Sábato Martin LOMBARDO CELEC-LCE Université de Lyon
En su tesis sobre el cuento el escritor argentino Ricardo Piglia plantea que todo cuento
relata dos historias, y es en el cruce entre esas dos historias en donde se encuentra la paradoja
que tensa el relato. Es decir, una historia no se entiende sin la otra. La teoría de Piglia se
relaciona con la teoría del icberg postulada por Hemingway: un cuento debe no contar más de
lo que cuenta. Por su parte, para sostener su tesis, Ricardo Piglia se apoya en una entrada del
diario del escritor ruso Chejov: “Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón,
vuelve a casa, se suicida”. Es decir, según Ricardo Piglia, un cuento se basaría en una
paradoja: contra toda previsión, en lugar de aprovechar del millón ganado en el casino, el
protagonista de esa historia propuesta por Chejov se suicida. Del relato surge una pregunta
obvia: ¿por qué, por qué ese crimen? Un cuento abre una interrogación sobre el sentido. La
noción del mal, a su vez, también abre una pregunta sobre el sentido: ¿a qué se debe el mal,
En cierto punto, y aunque se trate de una novela y no de un relato breve, se podría
realizar una afirmación similar al abordar la novela de Ernesto Sábato El túnel: un pintor
solitario, llamado Juan Pablo Castel, desprecia al mundo y siente que nadie lo entiende. Juan
Pablo Castel incluso confiesa que : “Desgraciadamente, estuve condenado a permanecer ajeno
En una exposición de sus cuadros se topa por azar con la única persona que puede
entenderlo, María Iribarne. Según él, esa mujer puede entenderlo porque ella vio en uno de
sus cuadros aquello que ninguna otra persona vio ni podrá ver, aquello que él mismo concibió
al momento de pintar. Después de varias idas y vueltas bastante tortuosas, después de conocer
que la mujer está casada con otro hombre -un hombre ciego-, Castel se convierte en el amante
de María. Juan Pablo Castel vive obsesionado para desentrañar los sentimientos y las ideas de
la mujer, los verdaderos sentimientos, las verdaderas ideas, porque él teme que ella finja sus
sentimientos. Hasta que una vez, frente al mar, María Iribarne le confiesa por fin aquello que
al pintor le atrajo de ella, aquello que él siempre quiso saber: ella también buscaba a un
1 Sábato, Ernesto, El túnel, Madrid, Editorial Cátedra, Letras Hispánicas, 2003, p. 66.
“interlocutor mudo”, desde que vio el cuadro ella piensa en él. Es decir, ella encuentra en él
una relación más allá de las palabras. Así lo expresa María:
-Cuántas veces -dijo María- soñé compartir contigo este mar y este cielo. Después de un tiempo, agregó: -A veces me parece como si esta escena la hubiéramos vivido siempre juntos. Cuando vi aquella mujer solitaria de tu ventana, sentí que eras como yo y que también buscabas ciegamente a alguien, una especie de interlocutor mudo. Desde aquel día pensé constantemente en vos, te soñé muchas veces acá, en este mismo lugar donde he pasado tantas horas de mi vida. Un día hasta pensé en buscarte y en confesártelo. Pero tuve miedo de equivocarme, como me había equivocado una vez, y esperé que de algún modo fueras vos el que buscara. Pero yo te ayudaba intensamente, te llamaba cada noche, y llegué a estar tan segura de encontrarte que cuando sucedió, al pie de aquel absurdo ascensor, quedé paralizada de miedo y no puede decir más que una torpeza. Y cuando huiste, dolorido por lo que creías una equivocación, yo corrí detrás como una loca. Después vinieron aquellos instantes de la plaza San Martín, en que creías necesario explicarme cosas, mientras yo trataba de desorientarte, vacilando entre la ansiedad de perderte para siempre y el temor de hacerte mal. Trataba de desanimarte, sin embargo, de hacerte pensar que no entendía tus medias palabras, tu mensaje cifrado2.
Antes de que llegara la confesión por parte de la mujer, es interesante notar que Juan
Pablo Castel, a pesar de que asegura que es la primera vez que observa feliz a María, sin
embargo, él siente una “tristeza ineludible”. También es interesante notar que aquello que
María Iribarne confiesa es bastante similar a aquello que el mismo Juan Pablo Castel pensó y
sintió antes de llegar a ese punto de la historia: subyace la idea de una posible comunicación
“muda”, sin palabras, que se expresa, tal vez, a través de la mirada. Ahora bien, una vez que
Castel por fin consigue esa confesión por parte de la mujer amada, al instante surge en él un
sentimiento de “tristeza ineludible”. De nuevo la pregunta por el sentido: ¿por qué Castel se
siente triste al notar la felicidad de la persona que ama? Este malestar expresado por Castel se
acrecienta cuando, luego de la confesión de la mujer, él asegura: “Sentí que ese momento
mágico no se volvería a repetir nunca”3.
Del mismo modo que en la posible historia imaginada por Piglia en donde un hombre
se suicida luego de ganar un millón en el casino, en la novela de Ernesto Sábato luego de esa
confesión de amor por parte de María y de esa comprensión mutua -comprensión sin palabras,
muda, basada, en gran parte, en la mirada-, luego de ese momento mágico que según Castel
no volverá a repetirse, él abandona la residencia y, días más tarde, asesina a su amante. La
paradoja en que se sustenta el relato la encontramos casi desde el inicio de la novela cuando
2 Ibid, p. 137. 3 Ibid, p. 138.
Juan Pablo Castel afirma lo siguiente: “Existió una persona que podría entenderme. Pero fue, precisamente, la persona que maté”4.
¿Por qué motivo Juan Pablo Castel asesina a María Iribarne? ¿Es suficiente afirmar
que Castel asesina a María porque sospecha que ella lo engaña con Hunter? En ese caso, ¿por
qué Castel no asesina también al marido de María, al ciego Allende, o a Hunter? Como
primera propuesta para establecer una relación entre el mal y esta novela de Sábato podemos
afirmar que el mal busca un sentido, pero no cualquier tipo de sentido. El mal busca un
sentido absoluto, total, que lo abarque todo. Y este sentido lo encuentra en el mal mismo.
Cada vez que abordamos la cuestión del mal nos adentramos en el campo del sentido, o, para
ser más exactos, de un sentido particular. Toda pregunta por la esencia, por el ser, implica una
pregunta por su causa y por su finalidad. En su esencia el mal también es una paradoja: la
causa del mal es el mal en sí mismo. ¿Cuál es, entonces, la finalidad del mal?
El mal no es un misterio fundamental, si bien trasciende los condicionamientos sociales cotidianos. El mal, a mi juicio, es ciertamente metafísico, pues adopta una actitud hacia el ser como tal, y no sólo hacia una u otra parte del mismo. En esencia, quiere aniquilarlo en su integridad. Pero con esto no sugiero que sea necesariamente sobrenatural ni que carezca de toda causalidad humana. Muchas cosas -el arte y el lenguaje, por ejemplo- son más que un mero reflejo de sus circunstancias sociales, pero eso no significa que hayan caído del cielo. Lo mismo es cierto de los seres humanos en general. Si no hay conflicto necesario entre lo histórico y lo trascendente, es porque la historia misma es un proceso de autotrascendencia. El animal histórico es constantemente capaz de ir más allá de sí mismo. Existen, por así llamarlas, formas de trascendencia tanto “horizontales” como “verticales”. ¿Por qué debemos pensar siempre en las segundas?5
Siguiendo a Eagleton podríamos ubicar al mal en esta novela de Sábato dentro de las
coordenadas de una “trascendencia horizontal”, una trascendencia dentro de la serie: ser,
cuadro, mujer, hombre, interlocutores mudos, comunicación plena, Ideal. Para Castel sólo hay
dos posibilidades: la fusión total con el objeto amado o la aniquilación de ese objeto. Desde
este punto de vista, no es casual que la literatura de Sábato pretenda encuadrarse dentro del
Ahora bien, si por un lado la causa del mal nos remite al mal mismo, ¿de qué manera
abordamos la finalidad del mal? Es decir, las preguntas por la causa y por la finalidad son las
siguientes: ¿por qué el mal? ¿Para qué el mal? Al respecto, Terry Eagleton afirma:
4 Ibid, p. 64. 5 Eagleton, Terry, Sobre el mal, Barcelona, Ediciones Península, 2010, p. 23-24.
En realidad, hay ocasiones en las que queremos perseverar en una identidad que no tenemos en gran estima. Simplemente, el ego contiene un impulso innato a mantenerse intacto. Podemos ver, pues, por qué es tan ambigua la cuestión de la funcionalidad o no funcionalidad del mal. El mal es algo que se comete en nombre de otra cosa y, en ese sentido, tiene una finalidad; pero esa otra cosa no tiene una utilidad alguna por sí misma. Yago destruye a Otelo, en parte, porque lo considera una monstruosa amenaza a su propia identidad, pero el porqué de la validez de semejante razón para destruirlo continúa siendo algo impenetrable. Aun así, las acciones reales de Yago tienen sobrado sentido: de ahí que no sea del todo correcto decir que el mal es algo que se hace por el mal mismo. Se trata, más bien, de una acción con un propósito que se emprende en nombre de una condición que, ésta sí, carece de propósito6.
El mal encuentra su causa en el mal mismo a su vez que la finalidad se pierde en una
zona impenetrable. Para aplicar al caso de la novela, podría decirse que Castel asesina a María
-o “tiene que asesinar” a María, como él dice- porque ella lo ha dejado solo. Pero, como lo
señala Eagleton, si continuamos investigando en esa dirección también llegamos a una zona
misteriosa: ¿por qué habría que asesinar a alguien que nos deja solos? Incluso, en el caso de
Castel, sabemos desde el principio que él siempre fue un hombre solitario, antes de que María
apareciera. Por lo tanto, ¿es suficiente aceptar como finalidad el simple hecho de que ella lo
haya dejado solo, o que ella lo haya engañado? Si María ha dejado solo a Castel, ¿él qué
Ante el mal habría, tal vez, que seguir el consejo que daba Jacques Lacan a los
psicoanalistas: hay que cuidarse de comprender. En cambio, es necesario analizar las
coordenadas en que se manifiesta el mal, desentrañar la estructura y la lógica que subyace al
mal. La frase de Jacques Lacan acerca de la comprensión surgió precisamente como una
crítica a la filosofía existencialista alemana encarnada en la figura de Karl Jaspers: no todo
aquello que, a primera vista, resulta comprensible, sin embargo, es cierto.
Si aceptamos que la expresión mayor del mal que surge en la novela de Sábato es el
asesinato de María Iribarne por parte de Juan Pablo Castel y si asumimos que la escritura,
según el mismo Juan Pablo Castel, nace como un intento de explicar el porqué del crimen,
Podría reservarme los motivos que me movieron a escribir estas páginas de confesión; pero como no tengo interés en pasar por excéntrico, diré la verdad, que de todos modos es bastante simple: pensé que podrían ser leídas por mucha gente, ya que ahora soy célebre; y aunque no me hago muchas ilusiones acerca de la humanidad en general y acerca de los lectores de estas páginas en particular, me anima la débil esperanza de que alguna persona llegue a entenderme. AUNQUE SEA UNA SOLA PERSONA. “¿Por qué -se podrá preguntar alguien- apenas una débil esperanza si el manuscrito ha de ser leído por tantas personas?”. Éste es el género de
preguntas que considera inútiles. Y no obstante hay que preverlas, porque la gente hace constantemente preguntas inútiles, preguntas que el análisis más superficial revela innecesarias. Puedo hablar hasta el cansancio y a gritos delante de una asamblea de cien mil rusos: nadie me entendería. ¿Se dan cuenta de lo que quiero decir? Existió una persona que podría entenderme. Pero fue, precisamente, la persona que maté.7
Entonces, si aceptamos estas dos ideas, la pregunta que podemos formularnos es cuál
es la lógica que rige para que Juan Pablo Castel haya asesinado a María Iribarne. ¿Basta decir
que la asesinó porque sospechaba que ella se acostaba con Hunter, o porque estaba casada con
un ciego? Si bien hay varios indicios que permiten deducir que Hunter mantenía una relación
con María Iribarne, todos estos indicios son filtrados por la interpretación de Juan Pablo
Castel. Cuando Castel le pregunta a un amigo desde hace cuánto tiempo que María Iribarne
tiene relaciones con Hunter, el amigo le responde: “De eso no sé nada8.”
La noche en que espía a María y a Hunter y los observa entrar en la casa, Castel
comprueba que primero se enciende la luz del dormitorio de Hunter, pero, afirma, no se
encendía la luz del dormitorio de María. Para él esto es un signo inequívoco de que María está
Vigilé las luces del primer piso, que todavía estaba completamente a oscuras. Al poco tiempo vi que se encendía la luz del dormitorio central, el de Hunter. Hasta ese instante, todo era normal: el dormitorio de Hunter estaba frente a la escalera y era lógico que fuera el primero en ser iluminado. Ahora debía encenderse la luz de la otra pieza. Los segundos que podía emplear María en ir desde la escalera hasta la pieza estuvieron tumultuosamente marcados por los salvajes latidos de mi corazón. Pero la otra luz no se encendió9.
Sin embargo, en el párrafo siguiente, el siguiente capítulo comienza así:“De pie entre
los árboles agitados por el vendaval, empapado por la lluvia, sentí que pasaba un tiempo
implacable. Hasta que, a través de mis ojos mojados por el agua y las lágrimas, vi que una luz
se encendía en otro dormitorio10.” ¿Cuánto tiempo tardó en encenderse la luz del dormitorio
de María? El suficiente para que Castel concluyera que ella había estado con Hunter. Una vez
que la luz se enciende, Castel entra en la estancia, abre la puerta del dormitorio de María y le
anuncia que tiene que matarla porque ella lo ha dejado solo.
7 Sábato, Ernesto, op.cit., p. 64. 8 Ibid, p. 154. 9 Ibid, p. 162. 10Ibid, p. 162.
Al buscar los indicios que permiten desentrañar la lógica en la que se mueve el
personaje de Castel nos topamos con una particular concepción del ser, a la vez que con una
particular concepción del lenguaje. El ser del mal supone una particular concepción del
lenguaje. A partir de estos dos elementos -la relación con el ser y con la comunicación, es
decir, con el lenguaje- quizás se logre horadar ese misterio insondable que es el mal, en este
caso, encarnado en el asesinato de María Iribarne. Tanto la concepción del ser como la
concepción del lenguaje sostenidas por Juan Pablo Castel se basan en una característica
esencial: el ser y el lenguaje son absolutos. O, mejor dicho, deben serlo. Esto conlleva una
aparente paradoja: Castel pasa con increible facilidad del amor al odio; Castel desconfía de
toda palabra y de todo signo. Para Castel las relaciones humanas y el lenguaje humano son a
todo o nada, sin términos medios. Para Castel los actos del ser deben ser absolutos. María
Iribarne no ha concurrido a la cita que tenía con él. Por el contrario, ella se ha quedado con
Hunter. Por lo tanto, para Castel ella lo ha dejado solo y por ese motivo merece morir. Estos
pasajes del amor al odio plantean una dicotomía que se extiende a lo largo del relato a otras
dicotomías: lo sublime y lo nimio, los artistas y los críticos, la soledad y las muchedumbres.
Por ejemplo, cuando relata sus sentimientos durante los encuentros con María Iribarne, Castel
Las horas que pasamos en el taller son horas que nunca olvidaré. Mis sentimientos, durante todo ese período, oscilaron entre el amor más puro y el odio más desenfrenado, ante las contradicciones y las inexplicables actitudes de María. De pronto me acometía la duda de que todo era fingido. Por momentos parecía una adolescente púdica y de pronto se me ocurría que era una mujer cualquiera, y entonces un largo cortejo de dudas desfilaba por mi mente: ¿dónde? ¿cómo? ¿quiénes? ¿cuándo?11
Por un lado, encontramos el amor verdadero y la comunicación, por el otro lado,
encontramos el odio desenfrenado y el fingimiento. En el medio no hay nada. Vemos en este
fragmento no sólo el pasaje constante del amor al odio sino también de qué forma esas
vacilaciones se apoyan y se extienden a verdaderas pesquisas llevadas a cabo por Castel para
determinar de qué lado se encuentra cada movimiento y gesto de la mujer amada. A lo largo
de la novela, Castel se vuelve una especie de “detective” obsesionado por desentrañar “la
verdad” en las expresiones de María Iribarne. Cada pequeño acto o gesto de María, cada
palabra o cada silencio de ella se vuelve un signo para él. Concebimos al signo acá como
“algo para alguien”. Es decir, como un mensaje que él debe descifrar. Según su concepción
del lenguaje, cada significante tendría que tener un sentido inequívoco, sin fisuras ni malos
ententidos; cada mensaje debería tener un destinatario único. La concepción del ser de Castel,
su idea de que deben ser posibles los actos absolutos, totales, lo empuja a creer en que la
Pero en el campo del lenguaje las cosas no son tan simples. Jacques Lacan hablaba de
una suerte de pentagrama en donde con cada significante resuenan diferentes significantes y
diferentes significados. Lacan también afirmaba que si bien él siempre decía la verdad, jamás
decía la verdad por completo porque las palabras mismas faltaban para realizar tal acto.
Siempre hay un punto de real al que el lenguaje no alcanza a representar. El sujeto está
descentrado, y en el centro hay un vacío. Afirma Lacan:
Una de las dimensiones esenciales del fenómeno de la palabra es que el otro no es el único que lo escucha a uno. Es imposible esquematizar el fenómeno de la palabra por la imagen que sirve a cierto número de teorías llamadas de la comunicación: el emisor, el receptor, y algo que sucede en el intervalo. Parece olvidarse que en la palabra humana, entre muchas otras cosas, el emisor es siempre al mismo tiempo un receptor, que uno oye el sonido de sus propias palabras12.
O, para utilizar la fórmula de Claude Levi-Strauss al escuchar la teoría del significante
de Lacan: el propio emisor recibe del receptor su propio mensaje en forma invertida. Desde
este punto de vista, el relato de Juan Pablo Castel es un monólogo tortuoso y constante, en
donde él es el emisor y el receptor, en donde él construye y destruye cada uno de los mensajes
que produce. Incluso los diálogos con María forman parte de sus monólogos sin fin: no
importa tanto lo que María diga o haga sino la interpretación que él realice a partir de lo que
María diga o haga. Por ejemplo, luego de observar a María Iribarne en la exposición, Juan
Pablo Castel consagra varias páginas a relatar la forma en que imaginaba el futuro encuentro
con la mujer e, incluso, cuáles serían los diálogos: “En esos encuentros imaginarios había
analizado diferentes posibilidades. Conozco mi naturaleza y sé que las situaciones imprevistas
y repentinas me hacen perder todo sentido, a fuerza de atolondramiento y timidez. Había
preparado, pues, algunas variantes que eran lógicas o por lo menos posibles13.” Lo absoluto
tampoco permite lugar para improvisaciones.
Al concebir cada significante como un signo, es decir, como algo para alguien, cuando
Castel, durante la exposición, observa que María Iribarne presta atención a lo que él había
prestado atención, entonces, para él, a partir de ese momento, encuentra en María a la única
persona que comparte esa comunicación “pura”, “muda”, que va más allá de las palabras. En
12 Lacan, Jacques, Seminario III. Las psicosis, Buenos Aires, Editorial Paidós, 1998, p. 40. 13 Sábato, Ernesto, op. cit., p. 66-67.
varios pasajes vemos que ese tipo de comunicación, por así decir, “pura”, sin fisuras, se
sostiente en la mirada: no es casual que Juan Pablo Castel sea pintor, no es casual que la parte
del cuadro que desencadena la historia sea una ventana, no es casual que el marido de María
Iribarne sea ciego. Es interesante notar que Juan Pablo Castel sitúa ese tipo de comunicación
por fuera de las palabras, en un terreno inexplicable o inefable. Esa comunicación se
transmite, la mayor parte de las veces, por la mirada. Tal vez por eso el personaje sea pintor.
Tal vez por eso Castel desprecie tanto los ciegos. Así lo expresa en uno de los primeros
La miré ansiosamente; pero su cara, de perfil, era inescrutable, con sus mandíbulas apretadas. Respondí con firmeza: -Usted piensa como yo. -¿Y qué es lo que piensa usted? -No sé, tampoco podría responder a esa pregunta. Mejor podría decirle que usted siente como yo. Usted miraba aquella escena como la habría podido mirar yo en su lugar. No sé qué piensa y tampoco sé lo que pienso yo, pero sé que piensa como yo14.
Se deben remarcar entonces dos puntos fundamentales para analizar la figura de Juan
Pablo Castel y la configuración que cobra el mal en este personaje. Primero, es la mirada -
lenguaje no hablado- aquello que desencadena y aquello sobre lo que se apoya la
comunicación. Es decir, aquello inefable. Al respecto, Jacques Lacan, en el seminario XI15,
teoriza acerca de la esquizia del ojo y de la mirada: cuando uno quiere observar una mirada
termina por observar los ojos; cuando uno observa los ojos no percibe la mirada. Hay un
encuentro fallido, imposible: la mirada no se ve. La mirada es una ilusión que está más en
quien observa que en el objeto. ¿Cuándo vemos una mirada qué objeto estamos viendo?
Desde este punto de vista, desde esta concepción del lenguaje, poco importa lo que
pueda decir María Iribarne, lo crucial se encuentra en lo que sienta Juan Pablo Castel al
mirarla. En cierta ocasión irá, incluso, a pedirle explicaciones a María por una forma de
sonreir de ella, o, incluso más, por el rastro de una sonrisa. “No sabía qué pensar. En rigor, yo
no había visto la sonrisa sino algo así como un rastro en una cara ya seria16”.
El segundo punto importante para analizar la figura de Castel es que la existencia
misma de Juan Pablo Castel, digamos, su concepción del ser, se pone en juego no sólo en sus
14 Ibid, p. 86. 15 Lacan, Jacques, Seminario XI. Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Buenos Aires, Editorial Paidós, 1998, p. 75. 16 Sábato, Ernesto, op cit, p. 105.
cuadros sino en este vínculo con María Iribarne. A los ojos de Castel, María y él forman una
Recordé la mirada de María fija en el árbol de la plaza, mientras oía mis opiniones; recordé su timidez, su primera huida. Y una desbordante ternura hacia ella comenzó a invadirme. Me pareció que era una frágil criatura en medio de un mundo cruel, lleno de fealdad y miseria. Sentí lo que muchas veces había sentido desde aquel momento del salón: que era un ser semejante a mí17.
O, en otro pasaje, Castel lo expresa de la siguiente forma:
¡Hasta el hecho de tutearme de pronto me dio una certeza de que María era mía. Y solamente mía: “estás entre el mar y yo”; allí no existía otro, estábamos solos nosotros dos, como lo intuí desde el momento en que ella miró la escena de la ventana. En verdad, ¿cómo podía no tutearme si nos conocíamos desde siempre, desde mil años atrás? Si cuando ella se detuvo frente a mi cuadro y miró aquella pequeña escena sin oír ni ver la multitud que nos rodeaba, ya era como si nos hubiésemos tuteado y en seguida supe cómo era y quién era, cómo yo la necesitaba y cómo también, yo le era necesario18.
En cierto modo, casi no hay una separación entre él y ella: él sabe lo que ella siente sin
necesidad siquiera de hablarle. Quizás por ese motivo la relación con María Iribarne se
impone como una obligación para Castel. Es una relación de necesariedad más que de deseo.
Ahora bien, esta unidad que, según Castel, forman él y María, esta comunicación plena que va
más allá de las palabras, entraña ciertos inconvenientes: luego de la comunicación absoluta
Sé que, de pronto, lográbamos algunos momentos de comunión. Y el estar juntos atenuaba la melancolía que siempre acompaña a esas sensaciones, seguramente causada por la esencial incomunicabilidad de esas fugaces bellezas. Bastaba que nos miráramos para saber que estábamos pensado o, mejor dicho, sintiendo lo mismo. Claro que pagábamos cruelmente esos instantes, porque todo lo que sucedía después parecía grosero o torpe. Cualquier cosa que hiciéramos (hablar, tomar café) era doloroso, pues señalaba hasta qué punto eran fugaces esos instantes de comunidad. Y, lo que era mucho peor, causaban nuevos distanciamientos porque yo la forzaba, en la desesperación de consolidar de algún modo esa fusión a unirnos corporalmente; solo lográbamos confirmar la imposibilidad de prolongarla o consolidarla mediante un acto material. Pero ella agravaba las cosas porque, quizá en su deseo de borrarme esa idea fija, aparentaba sentir un verdadero y casi increíble placer, y entonces venían las escenas de vestirme rápidamente y huir a la calle, o de apretarle brutalmente los brazos y querer forzarle confesiones sobre la veracidad de sus sentimientos y sensaciones19.
17 Ibid, p. 99. 18 Ibid, p. 101. 19 Ibid, p. 108.
Aquí nos topamos de nuevo con la misma paradoja que, en parte, llevará a Castel a
matar a María Iribarne: cada vez que ella demuestra un “sentir verdadero” enseguida él
considera que se trata de un fingimiento y, entonces, huye o sale en busca de una confesión
por parte de ella. Cuando ella demuestra un placer verdadero aparece la violencia o la mentira.
El mal aparece cuando, paradójicamente, se roza aquello que, a priori, parecería ser el ideal de
A diferencia de lo que piensa Castel, quien tiene la certeza de que existen signos
“puros”, plenos de significación, un significante remite siempre a otro significante. Esta es
una de las cosas que Castel no tolera cuando habla con María Iribarne, para él deben haber
significantes de significación plena, que se anclan en el sentido: el rastro de una sonrisa en el
rostro, una luz que no se enciende en el cuarto de María, una mirada hacia ningún lado, etc.
El significante puede extenderse a muchos elementos del dominio del signo. Sin embargo, el significante es un signo que remite a un objeto, ni siquiera en estado de huella, aunque la huella anuncia de todos modos su carácter esencial. Es, también, signo de una ausencia. Pero en tanto forma parte del lenguaje, el significante es un signo que remite a otro signo, está estructurado como tal para significar la ausencia de otro signo, en otras palabras, para oponerse a él en un par20.
Castel no tolera este movimiento, este juego en el que un significante remite a otro
significante, y en donde el significado se desprende de estas relaciones entre significantes, es
decir, en donde el significado no es fijo, sino que es algo que se forma de manera anticipada
y/o retroactiva. Por el contrario, Castel busca el significante que todo lo signifique, el
significante del significado total. En este punto se basa la noción del mal: el mal también
Con respecto a María Iribarne, las obsesiones de Castel podrían resumirse en esta
pregunta: ¿ella finge o lo que dice y hace es verdadero? El problema es que Juan Pablo Castel
tampoco puede asumir las trampas que plantea el lenguaje: recordamos aquí el chiste que
solía contar Sigmund Freud: “Conocen el cuento judío, puesto en evidencia por Freud, del
personaje que dice: Voy a Cracovia. Y el otro responde: ¿Por qué me dices que vas a
Cracovia? Me lo dices para hacerme creer que vas a otro lado. Lo que el sujeto me dice está
20 Lacan, Jacques, Seminario III. Las psicosis, op. cit., p. 238.
siempre en una relación fundamental con un engaño posible, donde me envía o recibe el
El lenguaje humano, a diferencia del lenguaje animal, tiene la capacidad de mentir,
incluso, cuando dice la verdad. O viceversa: se puede decir la verdad al mentir. La particular
forma de concibir el lenguaje y el ser por parte de Castel al final terminan unidas: para Castel
el ser debe ser verdadero o, de lo contrario, es puro fingimiento; para Castel las palabras o los
gestos deben significar algo “total” o, de lo contrario, son falsas. Ahora bien, ¿y si el ser
fuera, en parte, fingimiento? Es interesante recordar al respecto el origen etimológico de la
palabra “persona”: el origen etimológico de la palabra persona es “máscara”. Es decir, aquello
que Castel desconoce y lo lleva a sufrir es, entre otras cosas, que una persona es, en parte, una
máscara. Éste es el rasgo que él no tolera en el ser amado porque, de hecho, es el rasgo que él
tampoco tolera en él mismo. Castel se hunde en una pesquisa imposible. Y cuando encuentra
lo que busca entonces elimina al objeto.
Sigmund Freud aseguraba que enamorarse significaba exagerar la diferencia entre el
objeto amado y el resto de las personas. A su vez, Jacques Lacan resumía la relación amorosa
con el siguiente aforismo: amar es dar lo que no se tiene a quien no lo es. Todo deseo,
incluido aquel que subyace en una relación de amor, implica una falta, un agujero, un vacío.
Un ser completo, sin fisuras, sin falta, no desea, ya que lo posee todo. La condición del amor
y del deseo es la falta. En la soledad anterior a la aparición de María Iribarne, por el contrario,
Juan Pablo Castel no percibía esa falta, ese deseo: de ahí el desprecio hacia el resto del
mundo. Antes de la aparición de María Iribarne, había una lógica autosatisfactoria en la figura
de Castel. Una lógica narcisita, en donde no hay lugar para el otro. De nuevo, entonces, nos
topamos con una concepción del ser por parte de Castel en donde hay una totalidad, una
integridad, en donde no se aceptan las fisuras. El Yo es el Ideal, por lo tanto, no hay lugar
para otro. Quizás podría afirmarse que la aparición de María pone en evidencia en Castel lo
falso de esta lógica narcisista. Esa lógica es falsa porque, en tanto y en cuanto es un sujeto
atravesado por el lenguaje, Castel también es un ser en falta.“Volví a casa con la sensación de
una absoluta soledad. Generalmente, esa sensación de estar solo en el mundo aparece
mezclada a un orgulloso sentimiento de superioridad: desprecio a los hombres, los veo sucios,
feos, incapaces, ávidos, groseros, mezquinos; mi soledad no me asusta, es casi olímpica22.”
21 Ibid, p. 58. 22 Sábato, Ernesto, op.cit., p. 119.
Si él desea, entonces, él no está “completo”. Si él desea está obligado a renunciar a esa
soledad absoluta, a ese Yo-Ideal, a ese sentimiento de superioridad. A la vez, si ella desea por
lo tanto ella tampoco está “completa”. Y si ella junto a él no está completa entonces esto es
sentido por él como una afronta personal. Por eso la rebelión de Castel cada vez que él
comprueba o imagina que María siente placer. Castel ubica a María en una encrucijada: o
forma parte de una fusión perfecta con él, o, por el contrario, ella desea y, por lo tanto, se
Traté de pensar con absoluto rigor, porque tenía la intuición de haber llegado a un punto decisivo. ¿Cuál era la idea inicial? Varias palabras acudieron a esta pregunta que yo mismo me hacía. Esas palabras fueron: rumana, María, prostituta, placer, simulación. Pensé: “Estas palabras deben de representar el hecho esencial, la verdad profunda de la que debo partir”. Hice repetidos esfuerzos para colocarlas en el orden debido, hasta que logré formular la idea en esta forma terrible, pero indudable: María y la prostituta han tenido una expresión semejante; la prostituta simulaba placer; María, pues, simulaba placer; María es una prostituta23.
Desde esta perspectiva cobra otro sentido la acusación de Castel antes de matar a
María: “-Tengo que matarte, María. Me has dejado solo24.”
El deseo y el amor que surgen en Castel a partir de la irrupción de María en su vida lo
enfrenta a una realidad del ser que él se niega a aceptar: somos sujetos del lenguaje, somos
sujetos en falta. El lenguaje nos separa del instinto para depositarnos en el campo del deseo.
La fusión entre dos seres resulta imposible. Aquí podría intercalarse otro de los aforismos
lacanianos: no hay relación sexual; es decir, no hay complementariedad posible. El amor es
un encuentro fallido porque el deseo, por definición, es inagotable. Apoyándose en la teoría
psicoanalítica Terry Eagleton afirma que
el mal es una forma de privación sin, por ello, dejar de reconocer su formidable poder. El poder en cuestión (…) es esencialmente el poder del impulso de muerte, dirigido hacia el exterior con el objeto de volcar su insaciable rencor contra uno o más de nuestros congéneres. Pero esta furiosa violencia implica una especie de ausencia: una insoportable sensación de no-ser que genera una frustración que debe descargarse, por así decirlo, sobre el otro. También está orientada a otra forma de ausencia: la nulidad de la muerte en sí. Aquí se unen, pues, su carácter de fuerza aterradora y de vacuidad absoluta. […] Los malvados, por lo tanto, son personas deficientes en el arte de vivir25.
23 Ibid, p. 152. 24 Ibid, p. 163. 25 Eagleton, Terry, op. cit., p. 125.
El asesinato también podría interpretarse como una respuesta en contra de este
relativismo, de esta falta que subyace en cada sujeto. Es decir, podría interpretarse el asesinato
como el único acto absoluto posible para un ser humano. La muerte es ausencia y, a la vez,
exceso; es decir, es significativa y, a la vez, vacía de significado. El mal tiene horror de la
impureza: “Por una parte, puede verse la impureza como la vil mugre nauseabunda de la
negatividad; en ese caso, la pureza radica en una angélica plenitud del ser. Por otra parte,
puede verse la impureza como el excedente obscenamente abultado del mundo material
cuando éste ha sido despojado de sentido y valor; en comparación con éste, es el no-ser el que
denota pureza26.” Es en la negatividad en donde el mal –y en este caso Castel- encuentran su
razón de ser, su salida: “La negatividad se convierte en una especie de “ambición inquieta”
que nunca puede conformarse con el presente, sino que debe anularlo continuamente en su
ansia por alcanzar el siguiente logro27.”
Decidir sobre la vida y la muerte es propio del campo de los dioses, propio, entonces,
de un terreno trascendental. La muerte, al fin de cuentas, quizás sea el único absoluto -o lo
más parecido al absoluto- que el ser humano pueda alcanzar. Se podría hipotetizar que, entre
otras cosas, Juan Pablo Castel tal vez asesine a María Iribarne para no suicidarse.
El mal aparece en escena únicamente cuando quienes sufren un dolor que podríamos calificar de ontológico lo desvían hacia otros para darse a la fuga a sí mismos. Es como si pretendieran abrir los cuerpos de otras personas para exponer la nulidad, la nada, que se oculta dentro de ellas. Al hacerlo, pueden encontrar en esa nada un reflejo consolador de sí mismos. Al mismo tiempo, pueden demostrar con ello que la materia no es indestructible, que es posible asfixiar, con nuestras propias manos, esos pedazos de materia conocidos como cuerpos humanos hasta expulsarlos de la existencia. Lo asombroso es que las personas que están muertas están pura, total y absolutamente muertas. No hay duda posible al respecto. Así que, como mínimo, un tipo de absoluto pervive en un mundo tan alarmantemente provisional como éste. Matar a otras personas evidencia, como seguramente se propone hacer Raskolnikov en Crimen y castigo de Dostoievski, que los actos absolutos son posibles incluso en un mundo de relativismo moral, antros de comida rápida y programas de telerrealidad. El mal, como el fundamentalismo religioso, es, entre otras cosas, una forma de nostalgia de una civilización más antigua y simple, en la que había certezas como la salvación y la condenación, y en la que siempre se sabía el lugar que se ocupaba. (…) Según un curioso modo de entenderlo, el mal es una protesta contra la degradada calidad de la existencia moderna28.
26 Ibid, p. 101. 27 Ibid, p. 85. 28 Ibid, p. 117-118.
El mal se ubica como una categoría moral. Desde esta perspectiva cobra otro sentido la
frase de Castel: “los criminales son gente más limpia, más inofensiva29”.
El ideal del absoluto que sostiene a Castel encuentra en la muerte y, por extensión, en
el asesinato el único acto que no cae en cualquier posible relativismo o nimiedad. Por ese
motivo Eagleton afirma que: “El asesinato es nuestra manera más potente de robarle a Dios su
monopolio sobre la vida humana30”. Es en este sentido también que ubicamos al mal en el
dominio de lo trascendente. ¿Qué dice de él mismo Juan Pablo Castel al principio del relato?
“Al fin de cuentas estoy hecho de carne, huesos, pelo y uñas como cualquier otro hombre y
me parecía muy injusto que exigiesen de mí, precisamente de mí, cualidades especiales; uno
se cree a veces un superhombre, hasta que advierte que también es mezquino, sucio y
pérfido31.” En esta definición se observa con claridad esta dicotomía entre la que se mueve el
ser mismo del personaje. La paradoja quizás radique en que esos sentimientos en apariencia
tan contradictorios terminan por asemejarse. Por ejemplo, antes de relatar la escena del crimen
Juan Pablo Castel afirma: “¡Dios mío, si era para desconsolarse por la naturaleza humana, al
pensar que entre ciertos instantes de Brahms y una cloaca hay ocultos y tenebrosos pasajes
¿De dónde puede venir tal relación con lo putrefacto y lo mortuorio? ¿Cuál podría ser
el origen de esta particular relación entre Castel y la muerte? ¿A qué concepto podemos
acudir para clarificar esta cuestión? ¿Castel sufre a nivel corporal o a nivel espiritual? Quizás
podamos apelar al concepto freudiano de pulsión. Una posible definición de pulsión según
Freud podría ser la siguiente:« Le concept de “pulsion” nous apparaît comme un concept
limite entre le psychique et le somatique, comme le représentant psychique des excitations,
issues de l’intérieur du corps et parvenant au psychisme, comme une mesure de l’exigence de
travail qui est imposée au psychique en conséquence de sa liaison au corporel33. » Cuando
Freud trabaja sobre los destinos pulsionales remarca que las parejas sadismo-masoquismo y
placer de mirar-placer de ser mirado son las pulsiones en donde más se manifiesta una
importante ambivalencia, es decir, se pasa de uno al otro de los extremos de la dicotomía.
Esto es fácilmente observable en el caso de Castel, sobre todo en lo que concierne al
29 Sábato, Ernesto, op. cit, p. 61. 30 Eagleton, Terry, op. cit, p. 118. 31 Sábato, Ernesto, op. cit, p. 62. 32 Ibid., p. 153. 33 Freud, Sigmund, Pulsions et destins des pulsions, Paris, Editions Gallimard, Folios Essais, 1968, p. 17-18.
masoquismo y al sadismo: de la violencia ejercida contra María pasa a la violencia ejercida
sobre él mismo, o viceversa. Al mismo también, Freud también señala, dentro de los destinos
pulsionales, que la transformación de una pulsión en su contrario sólo se observa en un solo
caso, el de la transposición del amor al odio. Según Freud el amor y el odio se dirigen muy
frecuentemente en forma simultánea hacia el mismo objeto, esta coexistencia da cuenta de la
más importante ambivalencia de este sentimiento34. Este pasaje también es constatado en
varias ocasiones en Castel con respecto a sus sentimientos hacia María: amor, odio.
Ahora bien, Sigmund Freud fue más allá en lo que respecta a su modelo pulsional. En
1920, en época de entreguerras, Sigmund Freud escribe su texto más polémico: “Más allá del
principio del placer”. En ese texto Freud cambia el eje de su teoría: pasa de la primera tópica
(consciente-preconsciente-inconsciente) a una segunda tópica (yo-ello-superyo). Lo novedoso
y lo revolucionario de esta segunda tópica freudiana es la hipótesis que asegura que el ser
humano está determinado por dos pulsiones, una pulsión de vida y una pulsión de muerte. La
dicotomía entre Eros y Tánatos propuesta por Freud genera todavía hoy gran escándalo,
incluso más que sus teorías sexuales. Para algunos resulta inconcebible aceptar que también la
destrucción y la muerte nos produce un particular placer (relacionado con aquello que luego
Jacques Lacan conceptualiza bajo el nombre de “goce”). La pulsión de muerte es algo
Sobre la base de consideraciones teóricas, apoyadas por la biología, suponemos una pulsión de muerte, encargada de reconducir al ser vivo orgánico al estado inerte, mientras que el Eros persigue la meta de complicar la vida mediante la reunión, la síntesis, de la sustancia viva dispersada en partículas, y esto, desde luego, para conservarla. Así las cosas, ambas pulsiones se comportan de una manera conservadora en sentido estricto, pues aspiran a restablecer un estado perturbado por la génesis de la vida35.
Si la pulsión de vida se relaciona con el ello, es en el superyo -nuestra conscienca
moral- en donde, según Freud, se cultiva la pulsión de muerte. Existe una relación dialéctia
entre la vida que nos empuja hacia el cambio, hacia lo animado, y, por el otro lado, la muerte,
que nos empuja hacia lo inanimado. Así el ser humano se encontraría sumido en un círculo
entre deseo y ley, entre culpa y transgresión. La paradoja radica en que cuanto más
obedecemos a nuestra conciencia moral, más nos destruímos y, a la vez, mayor placer
34 Ibid, p. 33. 35 Freud, Sigmund, El yo y el ello, Obras completas, Vol. XIX, Buenos Aires, Editorial Amorrortu, 2000, p. 41.
Quienes caen bajo el influjo del impulso de muerte sienten esa extática sensación de liberación que surge de pensar que, en verdad, nada importa. El placer de los malditos estriba precisamente en que nada les merece la pena. Hasta el interés propio dejan a un lado, pues los condenados son gente desinteresada a su (retorcido) modo, ansiosos como están de anularse junto con el resto de la creación. El impulso de muerte es una revuelta delirantemente orgiástica contra el interés, el valor, el sentido y la racionalidad. Es el descabellado anhelo de hacer añicos todo eso en nombre de nada en absoluto. Y es un anhelo que no siente respeto alguno por el principio de placer ni por el de realidad, los cuales está alegremente dispuesto a sacrificar por igual por el estrépito, obscenamente gratificante para sus oídos, del mundo desmoronándose a su alrededor36.
La irrupción de María Iribarne en la vida de Castel, o, para ser más preciso, la
irrupción de la mirada de María Iribarne desestabiliza la relación de Castel con el Ideal que
hasta ese momento había regido su vida. Cuando hablamos del ideal de Castel tendríamos que
hablar de lo que Freud conceptualizó como Yo-Ideal, en donde lo que se proyecta como el
ideal del sujeto es el sustituto del narcisimo perdido en la infancia, en el que el propio sujeto
fue su propio ideal. Esa mirada de María que supone una posibilidad de comunicación, es
decir, la posibilidad de establecer contacto con otro, implica, primero, una caída de ese ideal
y, luego, implica la puesta en evidencia para Castel de su propia soledad (por eso al matarla le
dice que ella lo ha dejado solo). Ella no lo deja solo porque lo haya traicionado o porque haya
preferido a otro hombre sino, más bien, ella lo deja solo porque saca a la luz el vacío, la falta
de ser en el propio Castel –falta de ser propia de todo sujeto-, aquello, precisamente, a lo que
él se negaba a enfrentar. Desde esta lógica se entienden los celos de Castel, desde esta lógica
se entiende su concepción del lenguaje:
Todo lo que le rodea parece ser siniestramente irreal, pues no es más que un escaparate pintado que se niega a revelar nada de la espantosa realidad sexual que enmascara. Nada es otra cosa más que lo que no es. Los celos patológicos no pueden aceptar el escándalo de que todo esté abierto a nuestra vista, de que las cosas sean simplemente como son, de que lo que vemos es lo que de verdad es. (…) El lenguaje (…) rasga el mundo y abre en él un enorme agujero. Hace presente lo ausente y nos induce a ver con intolerable claridad lo que no está ahí en absoluto37.
36 Eagleton, Terry, op. cit, p. 108. 37 Ibid, p. 95.
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