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Y o s o b r e v i v í …
Artículo publicado en la revista C del diario Crítica … al accidente de LAPA.
La película El Protegido –El irrompible es su nombre literal, protagonizada por Bruce Willis- es realmente mala pero su trama sumamente interesante. Resulta que Samuel Lee Jackson es un cruel villano que provoca grandes accidentes en todo los Estados Unidos en pos de encontrar a un ser humano que sea “el irrom- pible”, que sobreviva a todas esas tragedias. Así, después de atentar contra tre- nes, aviones y edificios, se encuentra con que el personaje de Willis fue el único sobreviviente del descarrilamiento de un tren. El tipo no tenía ni un rasguño, na- da. Finalmente, el archivillano había encontrado a su súper héroe. 31 de agosto de 1999. Marisa Beiró y sus siete amigas subieron últimas al vuelo LAPA 3142 de las 20:36 hs. Todas ellas, hermosas mujeres de no más de 30 años que venían de un seminario de moda y maquillaje, se sentaron en las filas 3 y 4. Risueñas y divertidas, intercambiaron lápices de labio, esmaltes para uñas y un poco de rubor. Marisa, la única asidua en volar, convidó con chicles a sus compa- ñeras y se sorprendió que en el respaldo del asiento delantero no estuviera la típica revista de seguridad que informa sobre las salidas de emergencia y demás medidas preventivas. Alzó la vista y comprobó que estaba abierta la puerta de la cabina. Se veían cientos de botones y palanquitas. Súbitamente se le vino a la mente la imagen de esa azafata que cuatro años atrás había salido despedida por la puerta de un avión en pleno vuelo. Quiso acordarse del nombre de esa chica Cuando el comandante anunció que había llegado la hora del despegue Marisa se percató que ninguna de las azafatas había hecho esos movimientos rítmicos con ambos brazos que indican por dónde hay que salir en caso de accidente. Miró a su amiga de toda la vida, Jaqueline Rico, se persignó varias veces y observó por la ventanilla del avión: otras naves, hangares, autos, río, restaurantes y la Aveni- da Costanera se fundieron en una sola imagen, el avión intentó elevarse durante algunas segundos pero al instante se fue de trompa contra el piso y comenzó a rebotar y a zarandearse violentamente. Marisa sintió cómo su cuerpo vibraba y se apretujaba entre los asientos de atrás y de adelante. Optó por colocar su cabeza entre las rodillas, rezar entre susurros y esperar. Un silencio eterno y un calor abrumador se habían apoderado del avión. ¿Por qué nadie grita?, se preguntaba. ¿Por qué me escucho sólo a misma gritar? El cinturón era una brasa ardiente, una trampa imposible de arrancar. La asfixia y el ardor en el cuerpo le hacían reparar que la muerte se aproximaba. Empezó a preocuparse por quién iba cuidar a sus tres pequeños hijos. De repente, algo suave (¡¿qué?!) se deslizó entre sus caderas y el cinturón se desprendió de la hebilla. Marisa estaba libre. Frente a sus ojos miles de puntos blancos e imprecisos le indicaban que cuál era el camino para Fabián Muniz, un pasajero que había visto cómo arreglaban una de las turbinas al subir al avión, esta vez se escapaba de las llamas por la parte trasera y veía que los pasajeros de las primeras filas estaban quietos, como dormidos. Minutos antes, mientras el avión atravesaba la Costanera y a su paso barría con autos y carteles de tránsito, Marcelo Morano ordenaba unos papeles en su oficina de la Asociación Argentina de Golf. Cuando las cortinas vibraron y una fuerte ex- plosión provino desde el exterior salió hacia afuera. Atónito quedó cuando en el grin 4, en lugar de haber golfistas, algo que parecía una aeronave se deshacía entre llamas voraces. Era difícil entender qué pasaba. Entre la chatarra calcinada, los gritos y las explosiones se deslizó una mujer hermosa, contrastante con el infierno: tenía los ojos negros y delineados, un pantalón ceñido al cuerpo y botas altas. Si no fuera porque tenía el pelo en lla- mas –aunque por momentos parecían rastas, según Marcelo- y gritaba “mis hijos, mis hijos”, esa chica podría haber estado caminando sobre una pasarela de moda en vez de estar escapando de un avión enfurecido. Cuando Marisa concluyó de seguir la guía de esos difusos redondeles blancos – las pelotitas del golf- Marcelo la divisó coronada sobre una de las lomas del cam- po de juego. Le extendió la mano y la ayudó a descender. Su ropa se desprendía de a pedacitos y clamaba porque no la toquen. Sentía un profundo calor interno que hervía su cuerpo. Marcelo y otros voluntarios la llevaron hasta un banco y la taparon con una sábana. Marisa alzó la cabeza y vio al avión cubierto en llamas que llegaban hasta el cielo rodeado por fuselaje, ruedas, alas, cuerpos, heridos, cubiertas, oscuridad, hierros retorcidos y asientos carbonizados. El avión ya no Mientras tanto, otros héroes voluntarios rescataban inconsciente de dentro del avión a Benjamín Buteler, a quien, ya en el hospital, tuvieron que amputarle un pie y una pierna. Fue el sobreviviente más damnificado, corporalmente hablan- do. El y Marisa fueron los dos únicos pasajeros entre las filas 1 y 15 que sobrevi- Marisa, ahí sentadita expectante en el banco, con el 65% de su cuerpo quema- do, aún no se preguntaba por qué había sobrevivido, casi ilesa dadas las circuns- tancias, a semejante tragedia teniendo las mismas chances de vivir o morir que el resto de los pasajeros de la parte delantera del avión. Así como es irremediable que 1+1 sea igual a 2 Marisa Beiró no tendría que es- Un enfermero la subió a una camilla y luego a una ambulancia. Al oído le pre- guntó si sabía rezar y ella contestó que sí, que era muy creyente. “Entonces rezá, por favor, hasta que lleguemos al hospital”, le rogó mientras le dejaba un rosario entre las sábanas. “Padre nuestro que estás en el Cielo, santificado sea tu nombre…”, repetía ella compulsivamente mientras el chofer puteaba a destajo Lo extraño de esta historia es que Marisa no se sentía del todo mal. Sí le ardía el cuerpo y lo percibía como un robot endurecido. Cuando por sobre su cabeza vio a varios médicos que la examinaban con cara de espanto se preocupó y les preguntó si se iba a salvar. Vamos a hacer todo lo posible, fue la respuesta. Ahí recién comprendió por primera vez la realidad que estaba viviendo, que se decid- ía entre la vida y la muerte. La anestesia total la durmió y entró al quirófano por Después: 45 operaciones más, 30 días sin levantarse de la cama, largas sema- nas en terapia intensiva, injertos de piel, cansancio, la amputación de dos dedos de los pies, la muerte de su padre por tristeza, un exhaustivo proceso de rehabi- Recién a los 88 días de internación Marisa Beiró pudo ver a uno de sus hijos. El agraciado fue el mayor, Maximiliano, de entonces 9 años, quien la esperaba en una cálida habitación que las enfermeras habían preparado especialmente para Marisa estrujó a su hijo entre sus brazos y luego le preguntó si la veía rara a mamá, si le parecía una momia con tanto vendaje. Maxi le apoyó en la falda un muñequito de El hombre araña y le dijo que sí, que algo rara estaba, pero que igual sabía que seguía siendo su mami. Marisa no lloró, decidió que todo lo que había vivido hasta entonces era insignificante a cambio de poder seguir disfru- … a la barbarie de Puerta 12.
El 23 de junio de 1968 Juan Carlos Alomo estacionó su Citroën 2 cv en la puerta del chalet de los padres de su flamante esposa, María Cecilia López, ubicado en Avenida del Libertador e Iberá. Le dio un beso a la joven en su naciente panza – estaba embarazada de dos meses- y le dijo que después del partido volvía a to- mar unos mates. Sabía que lo esperarían con macitas secas, sus favoritas a la Juan Carlos Alomo caminó las tres cuadras que lo separaban del estadio de Ri- ver Plate, subió salteando los escalones hasta las gradas de la popular y con su boina en la mano se dispuso a alentar al cuadro de sus amores, el Boca Juniors, El partido no le gustó para nada. Un cero a cero aburrido y apático. Tan sólo le sacó una sonrisa la ocurrencia de Amadeo Carrizo cuando le quitó la boina a Roji- tas y este lo corrió por toda la cancha. Cuando sonó el pitaso final él y los otros 30 mil hinchas visitantes empezaron a retirarse con celeridad. Algunos dicen que el clima ya era irrespirable en las tribunas, que faltaba el Juan Calos Alomo, ya en las escaleras, con su metro ochenta de estatura pispeó el panorama por sobre las cabezas de los hinchas que tenía delante. Escuchó al- gunos gritos, insultos y quejas que no supo comprender. Sintió un empujón muy fuerte a sus espaldas, pidió que se tranquilicen, que más vale tarde pero bien que rápido pero mal, y después nada más. Perdió el conocimiento y se trans- formó en el protagonista inerte de esta historia. Como si en las escalinatas de la Puerta 12 hubiese habido un túnel del tiempo que lo traslaba quién sabe a Nunca se sabrá la verdad. Hasta el día de hoy no ha sido develada. Algunos tes- tigos y sobrevivientes –y la dirigencia de River y la AFA- dicen que las puertas estaban abiertas, los molinetes retirados y que la avalancha humana y de muer- tos se produjo simplemente porque los hinchas de Boca salieron todos juntos y a los apurones. Decían que la culpa era de los muertos. Otros sostienen lo contrario: que las puertas estaban cerradas, los molinetes colocados y que además la policía reprimió a los hinchas de Boca, y que esa al- quimia ocasional provocó la marabunta y los 71 muertos y 58 heridos. Juan ya estaba inconsciente y nada escuchó o sufrió, pero otros sobrevivientes relataron que dentro de ese túnel oscuro se escucharon chillidos nóveles que pedían auxilio: el 90% de los muertos rondó entre 14 y 21 años. Los cuerpos, por el amontamiento y las avalanchas, empezaron a rebotar contras los escalones del estadio. Las caras, estrujadas contra el piso, como si en cámara lenta un boxea- dor les estuviese espetando el golpe de gracia. Según el peritaje que realizara el entonces inspector de la Policía Federal, Car- los López, las puertas estaban cerradas porque un empleado de River se había olvidado de abrirlas, y cuando este olvidadizo personaje se acordó de su desliz los cuerpos empezaron a caer a borbotones. La policía y los hinchas empezaron a recoger los cuerpos –vivos o muertos- y a apilarlos sobre la Avenida Figueroa Alcorta. En un improvisado operativo, un médico se agachaba y les tomaba el pulso. Si estaban vivos decía “está vivo” y otros galenos se ocupaban de la atención. Si en cambio estaba muerto, decía “fa- llecido” y entonces un cabo desnudaba el cadáver y pintarrajeaba un número sobre el occiso. A Juan Carlos Alomo le tocó el 19. Era el muerto 19. Pero había un pequeño detalle que nadie percibió: estaba vivo. En la Argentina del 66 ya no importaba más quién vivía y quien moría. Cuando María Cecilia López llegó al estadio su marido ya no estaba. Los cuer- pos habían sido apilados en camiones ordinarios y depositados en la Comisaría 33, en la morgue judicial o en el Hospital Pirovano. Al distinguir en una esquina la ropa que era de Juan se desesperó, empezó a gritar “mi marido, mi marido”, y se agachó para recoger las prendas olvidadas. Un policía de a caballo se le aba- lanzó y la hizo retroceder, que acá no se arrima nadie, que secreto de sumario y Entre cuatro o cinco amigos planearon la búsqueda del desaparecido. “Vos andá a la morgue, vos a los hospitales y ustedes encárguense de las comisarías”, organizó uno de ellos. Juan no recuerda si fue el ruso Pomenariec o el vasco Oros. En uno de esos peregrinajes por los hospitales porteños uno de sus compa- dres no se dio cuenta que estuvo frente a su amigo inconsciente. Se inclinó sobre él, lo miró una y otra vez, pero le dijo a la enfermera del Pirovano que ese de ahí no era su amigo. Es que Juan Carlos Alomo estaba irreconocible: sus oídos habían explotado, su cuerpo era de color violeta y los ojos –hinchados y por fuera de las órbitas oculares- eran de color morcilla. Juan Carlos Alomo era un oxímo- Cuando el amigo abandonó la fila de fallecidos –la mayoría no tenía ni un ras- guño, ni un hematoma, habían muerto de asfixia, eran muertos inmaculados- una monja pequeña y decidida se quedó mirando ese cuerpo de colores extraños. Algo le llamaba la atención. Era distinto al resto. Se agachó, le puso la mano en el pecho, le tomó el pulso y se levantó. Se aproximó veloz al médico más próxi- mo y le dijo: “¡Ese muerto está vivo!”. Agil y veloz le hizo una traqueotomía de emergencia sin anestesia y el muerto número 19 –el pescado según la quiniela- volvió a nadar en las aguas de los vivos. A las cuatro de la madrugada Juan María Muñoz informaba por La Oral Deporti- va que en el Hospital Pirovano había aún un NN sin identificar. La pandilla de amigos se dio una última chance. Esta vez el policía de la puerta no los dejó pa- sar. El ruso Pomeniarec –o el vasco Oros- tramaron un plan para sortear a la auto- ridad: disfrazarse de médicos con un guardapolvo blanco y entrar al nosocomio de incógnitos. Alomo no sabe de dónde sacaron el delantal pero asegura que no desmayaron a nadie y lo encerraron en un armario como suele pasar en las pelí- culas. Resulta que alguno de los dos intrépidos finalmente lo reconoció, le habló a su señora y le dijo: “Lo encontramos. Está mal pero vivo”. Cuando su mujer lo vio tendido en la camilla del hospital apenas reconoció a su marido. Sus cachetes estaban tan hinchados que parecía Louis Armstrong tocando trompeta, su caja torácica estaba tan hundida que la camiseta se traslucía en las costillas y esternón. Un médico le dijo que su marido se había salvado de mila- gro, que seguramente había soportado toneladas de cuerpos humanos sobre sí y que la falta de aire lo habría dejado inconsciente. Dos o tres días después de aquel domingo futbolero Juan Carlos Alomo había terminado su travesía por el túnel del tiempo que había empezado en la Puerta 12 y se vio a sí mismo en una cama hospitalaria. Si bien veía todo nublado distin- guió la figura espigada y bien formada de su fiel esposa parada a su lado. Ella se le acercó y él le pidió que apoyara su panza sobre su cara, quería sentir la cali- dez de la vida por venir. La barra de amigos se aproximó bochinchera y rodearon el lecho del sobreviviente con banderas, cartas de truco y mucha algarabía. Un mes después le dieron el alta –antes, la AFA, River y Boca le hicieron firmar un escrito nefasto que los eximía de culpa y cargo a cambio de 100 dólares de aquella época- y se volvió a subir a su Ford Falcon blanco marfil para recorrer la provincia como viajante de comercio de repuestos de automotor. Enfiló hacia el sur –una estación de servicio, un rancho abandonado, el vacío de la pampa- y paró en el primer pueblo de su destino. Entró al negocio de un cliente regular – las campanitas de la puerta anunciaron su presencia- y el dueño, detrás del mos- trador, se acomodó los anteojos por debajo del tabique y preguntó: “¿Pero usted … al atentado a la AMIA.
A las 7:15 del 18 de julio de 1994 Martín Cano entró a la AMIA y marcó tarjeta. Se puso el traje de mozo y se acomodó un incómodo moño en la garganta –en realidad trabajaba de maestranza pero ese día tenía que reemplazar a un com- pañero en el bar-. Pasadas las ocho saludó a Jacobo “Cachito” Chemauel, quien cargaba un carrito con termos, tazas, frascos de café y saquitos de té –entre otros insumos varios-. Martín recorrió todos los pisos arrastrando el carrito y de- jando en cada oficina un kit de desayuno. A las 9:50 volvió al subsuelo, dejó el carrito al lado de la pileta de la cocina y empezó a llenarla de trastos sucios. A las 9:53 sintió una explosión. Primero su cuerpo se elevó en el aire, sus bra- zos y sus piernas se extendieron hacia adelante e inmediata y violentamente fue despedido hacia atrás. Al instante, fue propulsado nuevamente hacia delante y sus pies pegaron –y se quebraron- contra la pared de la cocina. Y ahí todo –las paredes, los azulejos, el techo, la mesada, el calefón, los estantes, la vajilla su- cia, los cubiertos, las servilletas- absolutamente todo, se desmoronó encima de Como un Sísifo multiplicado e inmóvil quedó cubierto por miles de rocas. De la panza hacia arriba estaba libre, salvo su brazo izquierdo que estaba obstruido. De la panza hacia abajo, completamente cubierto por los escombros. En sus oí- dos, un incómodo chirrido agudo y punzante. En su boca, gritos guturales excla- - Martín: ¡Cachito! ¿Estás ahí? ¿Qué pasó, Cachito? - Cachito: ¡Estoy acá! Qué sé yo. Habrá habido un escape de gas o volado el ca- lefón- arriesgó su amigo, unos metros más atrás y también bajo una montaña de Al unísono los dos sobrevivientes empezaron a gritar: “¡Socorro!”. Luego, du- rante un tiempo, permanecieron en silencio. El cuerpo de Martín estaba tendido bajo los escombros como si fuese una “U”. Sus piernas y su cabeza apuntaban al techo. Su cola, hacia el piso. Debajo de su nuca unas rocas funcionaban de almohada ocasional para su cabeza, una almo- hada áspera y punzante que lo taladraba por dentro. No sentía sus pies, que es- taban algo quemados y miraban hacia dentro. Estaba todo oscuro y se preguntaba qué habría pasado. Buscando una explica- ción tanteó con su mano derecha y comprobó que todo lo que lo envolvía era movedizo. Sintió miedo y decidió no tocar nada más. -Cacho: No toques nada, pibe. Pensá en tu familia, en tu hijito, relájate que se- -Martín: Te voy a hacer caso, Cachito –respondió y se tranquilizó. Pasaban las horas y Martín seguía envuelto en la oscuridad y el silencio. Eran las cinco de la tarde y aún no había escuchado absolutamente nada, ni una señal que indicara que lo estuviesen yendo a rescatar. Súbitamente sintió un ruido. Agudizó sus oídos para comprender qué era. Ese sonido cristalino que descendía hacia él no podía ser los rescatistas. Cuando recibió una oleada húmeda y helada Martín se dio cuenta que era agua. Apenas tuvo tiempo para alarmarse. En tan sólo tres minutos el agua ya había cubierto todo su cuerpo. Empezó a gritar frénicamente, reclamaba auxilio, que lo sacaran de ahí. Cuando el agua tapó su boca y sus fosas nasales decidió despedirse de este mundo, hasta ahí había llegado. “¡¿Por qué me pasa esto después aguantar tanto tiempo?! ¡¿De dónde viene esta maldita agua?!”, se lamentó. Mientras escupía por boca y nariz –mientras se ahogaba- el agua repentinamente empezó a descender. El agua, así como llegó, también se - Martín: ¡Cachito, si nos salvamos de esta es que no nos morimos nunca más! – festejó. Si bien el agua no le llegó a su amigo, éste ya no tenía fuerzas para res- Varias horas después y de repente, otro ruido. Esta vez un toc toc que buscaba señales. Martín contestó con todas sus fuerzas: “¡Aquí! ¡Estamos aquí!”. “¿Cuan- tos hay?”, preguntaron los bomberos. “¡Tres, somos tres!”, respondió Martín in- cluyendo a Bubi, otro compañero que sabía que estaba con ellos cuando la explo- sión. Le dijeron que agarrara una piedra y golpeara contra la pared para que les Dos horas después se abría una pequeña rendija a través de la cual se filtraba un halo de luz y la cara sonriente y mugrienta de un bombero. Este le alcanzó una pastilla y una linterna. Martín se tragó la pastilla –lo refrescó y lo adormeció- y encendió la linterna. Al comprobar que su reino se desmoronaba optó por re- tornar a un mundo de penumbras y anonimato. Los bomberos se fueron, en un rato volverían, le dijeron. Había una pared que pendía y que aún podía desplo- Martín estaba realmente agotado. Su cuerpo era un estropajo de dolor. Sin embargo, más que el sufrimiento que percibía en todas las extremidades de su cuerpo, le preocupaba aún más no sentir sus pies. Eso no lo dejaba tranquilo. Un tiempo después los bomberos habían vuelto y se turnaban entre sí para agrandar el agujero que los llevara hasta Martín. Dos horas necesitaron para atravesar el agujero. El panorama era complicado: temían que si sacaban la grampa que sostenía la mesada de la cocina y parte de los escombros todo se desmoronase sobre ellos. Martín los veía murmurar pero no lograba escucharlos. Los bomberos estaban planificando apuntarle una de las piernas que veían imposible sacar. Decidieron posponer esa macabra operación y empezar un trabajo de hormiga. Sacaban piedra por piedra con suma precisión, rezaban que el efecto dominó no cumpliera su regla, que todo se vaya al carajo al mover una de las piezas de ese enroque fatal. Los rescatistas se miraban entre sí y no podían comprender cómo esa viga mi- lagrosa podía sostener la pesada mesada y toneladas de escombros que deberían haber matado a Martín. Los creyentes dicen que Dios está en todas partes, que puede ser una flor, un perro o un suspiro. Ese día Dios era tan sólo una simple Otras dos horas necesitaron los bomberos para extraer a Martín de la montaña de escombros. Le pusieron un respirador artificial, un cuello ortopédico, lo pin- charon con un calmante y lo cargaron en andas sobre una camilla. Martín no lo sabe porque él y su cuerpo adolorido ya estaban dormidos, pero todos los que estaba ahí, sobre las ruinas de la AMIA, a las 22 horas de esa noche triste apunta- ron sus cascos al cielo y gritaron: “¡Vamos Martín! ¡Fuerza, carajo!”. Cachito, su querido amigo, fue rescato 24 horas después pero falleció en el hospital. Junto a Bubi acompañan la lista de 84 muertos que se llevó este aten- A diferencia de Sísifo Martín Cano sí se libró de sus rocas, de esa carga pesada y absurda. Después de estar durante una semana en terapia intensiva, su mujer llevó a su pequeño hijo de dos años, Danielito, y lo apoyó sobre el pecho desnudo de su padre. La calidez de ese crío recién nacido hizo que llorara desconsolada- Después de someterse a un año y medio de rehabilitación volvió a usar sus piernas con normalidad. Al día de hoy, Martín Cano sigue trabajando en AMIA. … al motín de Sierra Chica
30 de marzo de 1996. Sábado de pascuas en Argentina y también en el penal de máxima seguridad de Sierra Chica, Olavarría, provincia de Buenos Aires. Horas atrás varios presos habían fracasado en su intento de fuga y como represalia hab- ían comenzado un motín. Diez guardia cárceles y tres Testigos de Jehová que eran voluntarios fueron tomados como rehenes. Los rebeldes, que ya habían sido bautizados por la prensa como Los 12 Apóstoles de la Muerte, tenían además una pistola, muchas ganas de largarse de ahí y nada, absolutamente nada, que per- Jorge Palacio, director de la cárcel, y Juan Orlando “el Indio” Martínez Gómez, jefe de Seguridad Interna, estaban negociando la rendición con dos de los cabeci- llas, Jorge “el karateka” Pedraza y el paraguayo Miguá. Una reja separaba a la ley del hampa. Con ellos también estaba Popó Brandán, quien a diferencia de sus cómplices estaba completamente drogado por los psicofármacos. Sin previo aviso Martínez Gómez vio como frente a sus ojos atravesaba la mano oscura de Bran- dan empuñando una pistola que se posaba sobre la sien de su jefe. Sonó un dis- paro y Palacio, intuitivo, se agachó y ocultó detrás de una pared para eludir ese fogonazo y dos más. El Indio estaba entre otra pared y Brandán, un callejón sin salida. “Ponele la pistola en la cabeza que a este lo metemos para adentro”, le Brandán lo tomó de la solapa mientras le apuntaba a la nuca con la pistola y reía como una hiena. Martínez Gómez rogaba para que no se le escapara un tiro a ese ser troglodita y compulsivo. Pedraza le puso una faca en el cuello como ad- vertencia presente y futura y abrió la reja. El traspasarla para funcionó como esas compuertas de películas de ciencia ficción que todo lo transforman. El te- mido y respetado jefe de de Seguridad Interna de Sierra Chica ahora era un rehén. Se sentía un zorro desdibujado rodeado de gallinas carnívoras. Le ataron las manos a la espalda con un cinturón y a los empujones lo tiraron en Sanidad con los otros rehenes. Todos estaban pálidos y cabizbajos. De ahí en más no dejaría de preocuparse por la salud mental de sus subalternos. Al día siguiente Pedraza decidió encerrarlo sólo en la sala de Enfermería. Quer- ía destruir moralmente a él y su tropa. Otro preso le ató las manos a la espalda, le encapuchó la cabeza con un gorro de lana hasta el cuello, y lo tiró sobre las frías lozas blancas de la habitación. Sintiendo el rozar oxidado de una faca en el cuello y un silencio sepulcral e incómodo, Martínez Gómez pensó que todo había terminado. La oscuridad de la capucha se transformó una pantalla de cine lacó- nica: su infancia en el desierto de San Juan, la llegada a la gran ciudad y el alis- tamiento en la fuerza, esa boda con el amor de su vida y el nacimiento de sus tres hijas. Por último, el cumpleaños de la mayor y esa porción de torta que no había terminado de comer cuando lo llamaron para anunciarle que había un motín en el penal. La puta madre, pensaba, qué ganas de comer esa porción de chocolinas. Un portazo lo hice comprender que por ahora seguiría viviendo. Los Apóstoles ya habían tomado también como rehenes a la jueza en lo Crimi- nal de Azul, Dra. María Malere, a su secretario y al Dr. Suart, médico del penal. Durante las 36 horas que estuvo aislado el “Jefe” no dejó de sufrir al escuchar las súplicas de los suyos rogando que no los llevaran a la “avanzada”. Este era un lugar estratégico –como describe magistralmente Luis Beldi en su libro Los 12 Apóstoles-, la frontera entre la Guardia Armada, donde los uniformados del Ser- vicio Penitenciario estaban parapetados, y la reja donde los amotinados, con fa- cas en los cuellos de los rehenes y amenazas de muerte, impedían el avance de Cuando fueron a darle una ración de comida el jefe dijo basta, que volvía con los suyos. La respuesta fue la mano de Popó Brandan empuñando el arma gatilla- da sobre su cabeza. A pesar que la suerte dependía del dedo tembloroso de ese troglodita que por sus venas corrían las esencias de Rohypnol, Artane y Codeína Martínez Gómez estaba decidido: “Hacé lo que quieras, pero yo a la enfermería no entro más”. Finalmente lo dejaron pasar. El lunes sucedió algo por lo que el motín de Sierra Chica pasó a la posteridad: la famosa masacre. Los 12 Apóstoles y el 95% de los presos se la tenían jurada a un reo conocido como “Agapo” Lencinas, un personaje siniestro, quien junto a sus cómplices eran buchones del Servicio Penitenciario y arruinaguachos: viola- ban y usaban de sirvientas a los recién llegados, a los débiles y a los indefensos. El panorama era ideal para la venganza. Eran los reyes del penal. Los secuaces de los apóstoles los fueron a buscar, los persiguieron, los agarraron, los tortura- ron, los mataron a balazos y facazos. Después los cremaron en el horno de hacer panes y pizzas y, según la leyenda, a dos de ellos los hicieron empanadas y los Un rato antes, cuando los de la Guardia Armada observaron a los presos correr a los tiros detrás de “Gapo”, pensaron que había un nuevo intento de fuga y re- pelieron los disparos. Esa tarde Martínez Gómez dice que desde Sanidad escuchó más de 500 detonaciones. Dos de los oficiales que eran usados como escudos humanos fueron gravemente heridos –posteriormente canjeados por otros dos guardias que se ofrecieron voluntariamente como rehenes-. Ante el avance de los vigilantes los Apóstoles subieron a todos los rehenes a la terraza del presidio y los expusieron antes la mirada de las autoridades y la pren- sa. “¡Si entran los tiramos al vacío!”, gritaban mientras amenazaban con las fa- cas posando en sus cuellos. Dos de los guardias, Avendaño e Iturralde, tuvieron la peor parte: los obligaron a montarse sobre la baranda poniendo una pierna de cada lado. “¡Jefe, me tiro!”, le dijo Iturralde al Indio Martínez Gómez. “¡Antes que me maten estos me tiro yo también!”, agregó Avendaño. “¡Acá no se tira nadie!”, les espetó el jefe a sus subordinados, quienes obedecieron con retoma- da confianza. El preso Ismael Troncoso, celoso del poder del Indio, empezó a empujarlo y pincharlo con la faca para que se caiga al vacío. Por detrás apareció uno de los cabecillas y le pegó una cachetada: “Tratá bien a los rehenes. Rajá de acá”. Un Troncoso resentido y enfurecido bajó hasta la “avanzada” y le clavó un facazo por la espalda al oficial Oviedo, quien era usado de escudo humano ante Finalmente Esteban Mazante, el entonces jefe del Servicio Penitenciario Bo- naerense, ordenó la retirada de la tropa. Cuando los rehenes volvieron a Sanidad el oficial Avendaño se desmayó sobre el piso frío de Sanidad. Mientras el Indio le ponía una almohada debajo de la cabeza y le levantaba los pies, uno de los testi- gos de Jehová recogió una biblia del suelo y empezó a rezar. Cuatro o cinco noches después, no recuerda si fue jueves o viernes santo, pro- tagonizarían la noche más larga de la semana que vivieron en el penal. Corría un rumor que mezclaba esperanza y terror: en grupo de elite entraría a sangre y fuego para liberarlos. El “Indio” estaba de acuerdo con esa decisión temeraria, había que acabar con esta agonía, todos los rehenes estaban completamente desmoralizados. El Zurdo Sánchez entró y ató a todos de pies y manos. A Martí- nez Gómez le susurró al oído: “Si entran, ustedes se mueren”. La noche transcurrió en una vigía eterna e insoportable donde reinaba la resig- nación. Los rehenes permanecían en silencio expectantes ante lo irremediable. No había fuerzas ni para llorar. El jefe miraba atento por la rendija de la puerta, trataba de dilucidar el mínimo movimiento, presumía que le había llegado la hora: sabía que era el primer candidato a ser degollado. A lo sumo después de la jueza Malere. Si yo estuviese al mando del operativo entraría, acabaría con este suplicio, pensaba. Por suerte él no estaba al mando de su propio operativo de Al atardecer del día siguiente Martínez Gómez intuía que algo no andaba bien. A través de un preso fiel logró informarse de la situación: los cabecillas es- taban desesperados porque ningún plan de escape estaba funcionando. Había fallado el intento de evasión primario, un túnel que intentaban construir se había topado con una pared de granito indestructible y no conseguían convencer a las autoridades que los dejaran escapar con los rehenes en colectivo. “Jefe, se rumorea que esta noche van a matar a un rehén para demostrarles que están hablando en serio. Y que seguirán matándolos hasta que se les permi- ta fugarse”, le dijo el confidente mientras le daba una faca a él y a otro oficial. “Así puede morir matando, jefecito, como los samuráis”, le dijo y se escabulló Esa noche de viernes santo Martínez Gómez la recuerda como la más tensa de todas. Parapetado en Sanidad y preparado para luchar escuchaba a presos des- aforados que pedían entrar y matarlos a todos por venganza ante el fracaso. Los presos más cuerdos detenían la locura. La noche transcurrió y finalmente la Al día siguiente en Sierra Chica el clima ya era irrespirable: hacía 8 días –y 8 muertos por venganzas tribales- que los presos comían mal y no dormían. El resto de los presos se estaban por amotinar contra Los 12 Apóstoles. El jefe de éstos, Jorge “Karateca” Pedraza, decidió que el intento de fuga y el motín habían ter- El domingo 7 de abril los 17 rehenes salieron por la puerta del penal y se diri- gieron al casino de suboficiales para una revisación médica. Una hora después Juan Orlando “el Indio” Martínez Gómez salió sólo y defraudado. Nadie lo re- gistró, nadie supo quién era. Todas las cámaras y miradas apuntaban a la jueza Malere –a quien el Indio nunca había dejado de contener y proteger-. Nadie se preocupó por cómo estaba ese hombre que durante ocho días y ocho noches se había jugado la vida por todos los rehenes. Mientras caminaba solo las dos cua- dras que lo separaban de su casa se preocupaba por la salud psíquica de sus su- bordinados. La gran mayoría de ellos pediría la baja psiquiátrica. Abrió la puerta de su hogar y se dio un fuerte abrazo con sus tres hijas y su es- posa. En la ducha la tibieza del agua le hizo perder la noción del tiempo. Miró la ventana empañada y no sabía dónde estaba. Estaba tomando conciencia de todo lo que había vivido y lo cerca que había estado de morir. Se secó, se puso ropa limpia, se sentó a la mesa con su familia y le dio un mor- discón a ese pedazo de torta que lo estaba esperando. Estaba un poco mejor. Ya

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