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DEL HUMOR, DEL DOLOR, Y DE LA RISA
Alfredo Bryce Echenique
.Como el humorista triste que sale al sol de la convalecencia y lasalud recuperadas, a reírse un poco y bastante de su tremenda depre-sión, así también el desesposado de esta crónica salió a reírse abun-dante y exageradamente de su larga, muy larga depresión neurótica.
Recogió todo lo que de ella pudo recoger e inventó con su memoriatodo lo que de ella pudo inventar, como homenaje a la vida dolida, aun médico maravilloso llamado Z., a un amor perdido.
unca sabré cómo llegó a mis manos el frasco de Tranquilizante- 1000 que llevaba conmigo en aquel viaje a la Costa Azul. Tampoco sabrénunca por qué llegó a unas manos —las mías— nada habituadas al consu-mo de pastillas de ningún tipo, y que más bien las rechazaba, debido al usoy abuso que mi madre había hecho de ellas —sobre todo de las pastillaspara los nervios, como se les llamaba en casa—. Para mí, las grandes ALFREDO BRYCE ECHENIQUE. Escritor. Licenciado en Derecho y Doctor en Letras por la Universidad de San Marcos de Lima. Ha enseñado en distintas universidades; entre ellas,la Universidad de Nanterre, la Sorbona, Vincennes y la Universidad de Paul Valéry deMontpellier. Autor de las novelas El Huerto de mi Amada (2002), Un Mundo para Julius,Tantas veces Pedro, La Vida Exagerada de Martin Romaña, No me Esperen en Abril y LaAmigdalitis de Tarzán, entre otras, y de las colecciones de cuentos Magdalena Peruana yGuía Triste de París.
Estudios Públicos, 90 (otoño 2003).
situaciones de angustia eran producto de una fuerte timidez, y sobre todo deuna timidez que no se manifestaba como parquedad al hablar, sino más biencomo todo lo contrario. Yo llenaba el universo entero de palabras, anécdo-tas, y de muy inverosímiles historias, para ocultarles a sus habitantes, unopor uno, el feroz temblor de mis manos, los tremendos calambres y losatroces dolores de cabeza que determinadas situaciones me producían. Noera, pues, un tímido a tiempo completo, por decirlo de alguna manera, sinoun hombre que, de ser enteramente dueño de una situación, de pronto eraatacado por una suerte de inesperado trastorno que lo llenaba de pánico y lodejaba reducido a la condición de mísero tembleque al que todo se le caíade las manos, pero que, al mismo tiempo, era capaz de narrar, de principioa fin y sin alterarles una sola palabra, Las mil y una noches, en un loco ydesesperado afán de no ser descubierto temblando y aterrado. Y a nadie heodiado tanto desde entonces como a esas personas que resuelven el expe-diente timidez con un cómodo y profundo silencio que, además, general-mente viene acompañado de una mirada lánguida al personal y de un par deojos bien grandes y generalmente oscuros, que el mundo —el mismo detes-table e infecto mundo que a mí me aterra y reduce a temblor crónico—suele encontrar hermosos, penetrantes, profundos, inteligentísimos, enamo-rados del bien y de mí —y/o espejos de un alma que esconde tesorossecretos y secretos tesoros—. En fin, todo esto mientras mi mal y yo notenemos remedio alguno, según me hizo saber nada menos que un brillantepsicólogo peruano que me estaba sometiendo a un brillante interrogatoriointernacional para optar a una nada brillante beca francesa. Satisfecho pormis respuestas a sus preguntas, el doctor L. acababa de extraer un cigarrillonacional y se disponía a encenderlo, cuando yo, también satisfecho por misrespuestas a sus preguntas, aunque creo que al revés, en mi caso, o sea másbien satisfecho por las preguntas que facilitaron mis respuestas y la beca aFrancia, extraje también un fósforo, y lo encendí, pero la llama ardientearrancó a temblar en el aire, entre la corbata del doctor L., su prominentenariz aún joven, o sea que nada eminente aún, como fácilmente podemosdeducir, y el maldito cigarrillo que, oh espanto, temblaba casi al mismoritmo que mi mano le estaba imponiendo e incluso infundiendo al mundo,pues la situación empezaba a ser aterradora, pero mi mano dale con temblary el fósforo dale con apagarse y el doctor L. dale con seguir sin lograrfumar. Y así de pavoroso, todo, hasta que aquel grande y buen narigón medijo: —Yo también temblaba así a su edad, joven. Y míreme usted, ahora.
¡Qué bárbaro! ¡Cómo temblaba el doctor L. y qué inteligente y qué generoso era de explicármelo todo así, tan claramente y para siempre! Y, además, mientras literalmente me decía que me fuera con mi propio temblora Francia.
Y en Francia andaba, ahora, yo, y en la Costa Azul, y en un hotelito de Saint-Raphaël, muy precisamente, cuando la esposa me dijo: “Apaga yala luz, y déjate de cuentos”. Le dije que no me atrevía a apagar la luz y adejarme de cuentos, y ella me respondió apagando por mí y explicándomeque mañana me iba a acompañar, sí, bueno, qué pesado eres, pero sólohasta la estación del tren para que yo luego siguiera mi viaje en solitariohasta Barcelona, donde me esperaba la luz de una esperanza. La esposa sequedó dormida en pleno nuestro primer y quizás último viaje a la CostaAzul, qué despilfarro, y mi angustia y mi recién estrenado terror a la oscuri-dad empezaron a crecer sin explicación alguna. Y sin siquiera un antece-dente alguno, por la sencilla razón de que yo nunca antes había sentidomiedo por causa de la oscuridad. Ni tampoco por causa de la claridad ni dela lluvia ni del sol ni de la primavera, el invierno, el verano o el otoño.
Estaba estrenando ansiedades y terrores y la esposa sencillamente no lopodía creer, y, como tantos con tantos otros inexplicables y muy recientesestrenos, se indignaba al verme así, a menudo indigno, indigno y sin res-puestas. Sólo aterrado por algo que nunca antes lo había aterrado a uno.
Aterrado en un cine, aterrado al ir a mis clases, aterrado de estar aterrado.
Y con esos ataques de terror en medio del terror, para colmo de males, quedebe de haber sido entonces cuando un alma caritativa me entregó aquelfrasco de Tranquilizante-1000 que yo solía abrir y consumir en un abrir ycerrar de ojos, como quien le da a su atroz alarido el alimento debido.
Pobrecita, la esposa, qué indiferente dormía a mi lado, qué inocente de midolor, qué de espaldas al mundo de todo dolor que no fuera de muelas yasociados, digamos. Y cómo, enamorado y respetuoso, se aguantaba uno elalarido o lo taponeaba con una mano feroz mientras encontraba la puerta deuna habitación que generalmente daba al vacío y se escapaba corriendo conel frasquito color serenidad apretado con toda el alma por una mano que, yamás de una vez, en vez de tener cinco dedos, tuvo siete, mientras que uno,siempre con ese sentido del humor tan de uno, se dijo, Claro, pero si es untrocito de la otra mano que viene a ayudarme a abrir el frasquito. Masresulta que la otra mano acababa de desarrollar un sentido del humor real-mente colosal, porque, en vez de los dos dedos que hacían el papel deextras en la historia, se aparecía nada menos que con los diez dedos de lasdos manos y por lo tanto había siete dedos de más y la esposa tan dormiditay de espaldas y gracias a Dios, eso sí, que uno ya había alimentado bien asu alarido hasta la próxima vez, que sería cuando, y no Sabe Dios cuándosería, que es algo muy distinto a Sería cuando, de la misma manera en que entre este alarido taponeado y el próximo las intensidades se habrían dupli-cado, y por intensidades quiero decir el pavor, la ansiedad, la bestial angus-tia y su fatal compañero el temblor que va por dentro y se instala cada vezmás cómodamente en nuestra muerte en vida.
Porque la depresión ha llegado sin antecedentes y sin cultura alguna sobre ella, sin experiencia que valga, y sin mecanismo alguno de defensacontra ella, o tal vez sólo ese humor que nos permite observarnos indignosde la esposa, mientras ella cree que nos hemos empequeñecido, achicado,acobardado, ante la despedida y ante el mundo en general en la estación deSaint-Raphaël, esa mañana, cuando sólo el ingrediente humor —oculto ycomo muerto, por ahora, pero también agazapado como un paparazzi detrásde ese árbol—, saca mil placas de la escena en la que no sólo me herebajado para inspirar cariño, el último en esta miserable vida en comúnadorándonos, sino también para observar mejor cada detalle de nuestradecadencia y caída y cada detalle también de la Nada interpuesta con sucolor blanco como la ballena aterradora de Herman Melville, sí, para obser-varlos mejor y ayudarnos en el cuento del día en que seremos capaces derecuperar nuestra real estatura y con ella nuestra dignidad. Y, en efecto, enla primera fotografía que ese paparazzi nos mostró, tiempo después, deaquella despedida en Saint-Raphaël, era la esposa la que lloraba y lloraba,mientras me abandonaba, y éramos yo, el enfermo, y su frasquito de Tran-quilizante-1000, quienes la consolaban mientras ella nos abandonaba. ¿Re-sulta cuando menos divertido, no? ¿Y resulta paradójico, no.? Por algo,claro, el escritor argentino Julio Cortázar, que tan a menudo había recurridoa situaciones así de inexplicables, se había referido más de una vez al “ladocómicamente grave de la realidad.” Bueno, sí, ¿y por qué no.? Por qué no si ya decía Miguel Mihura que “El humor es verle la trampa a todo”. Y, por su parte, Georg P. Burnsafirmaba que: “Quien nos hace reír es un cómico. Quien nos hace pensar yluego reír es un humorista”. Y, por su parte, Miguel de Cervantes escribía:“No son burlas las que duelen, ni hay pasatiempo que valga si son con dañode tercero”. Y escribía también Ramón Gómez de la Serna: “El humor hacepariente de la mentira a la verdad, y a la verdad de la mentira”. O sea que:“Si vais a la felicidad, llevad sombrilla”. Y ya hay hasta quien se ha atrevi-do a escribir, como el gran Antonio Fraguas, alias “Forges”, que “Si todoslos estados reconocieran el derecho a la sonrisa como uno de los derechoshumanos, se vería que tal vez al existir este derecho a la sonrisa todos losdemás estarían incluidos”.
Pero sigamos con esta crónica de una depresión vista con humor por todas partes, para que duela menos revivirla pasito a paso. La esposa está llegando en un tren a París, mientras que él, a quien desde este momentollamaremos el desesposado, está tapando con las justas su frasquito deTranquilizante-1000, elevado sobre un andén de la estación de trenes deBarcelona, y sólo cuando logra taparlo bien logra asimismo poner los piessobre la tierra, por fin, y saca de un bolsillo una agenda, mientras, práctica-mente al mismo tiempo, y dándole a este detalle una Gran Importancia, LaMayor Importancia, comprueba que los cinco dedos de cada una de sus dosmanos suman diez, pero de pronto mira y se desangra, porque sí: son once.
Y se consuela al recordar que bueno, que en Saint-Raphaël llegaron a sermultitud y que hasta había uno con pelo rojo, y se sonríe en medio de suprofunda enfermedad del alma porque ya va aprendiendo que, así como enel sencillo y envidiado y común resfriado, hay altos y bajos, y en los altostrenes yo voy con ella y en los bajos desciendo yo sin ti, sí, en la vida seaprende siempre, y puede ser bendita y malditamente, como en el humor yen la ironía, y así, aprendiendo un poquito más y sabiendo que sus oncededos pueden ser otra vez multitud, y entre ésta uno pelirrojo, encuentrapor fin el teléfono del médico de mi alma —él aún no se da cuenta delacierto, de que se les llama médicos del alma a los psiquiatras—, y sí, sítiene cita, y es esta tarde, sí, señor, y él agradece en el alma que se hayanacordado de él, porque el ahora también desesposado ha logrado llegar soloa una ciudad y no morirse y marcar un número en el teléfono y que lecontesten, y preguntar por una persona y que le digan Sí, dar su nombre yque le digan que es esperado a tal hora, en fin, y todo justito ahora en que elfrasquito de Tranquilizante-1000 se me quedó vacío. Entonces el desespo-sado siente que aferrarse a un frasquito vacío en una ciudad que no conoce,pero donde es esperado a una hora en punto, le devuelve cinco dedos porun buen rato a cada una de sus manos y esto lo llena de esa paz interior ytriste que luego hay que expulsar agradecida y tiernamente por los rincones.
Y así resulta que ha llorado tanto para cuando llega la hora de la consulta, el desesposado, que ahí lo tenemos ahora, sentado en una habita-ción severa, de muebles igualmente severos, pero ante un médico que élfrancamente encuentra como muy poco apropiado para la situación. Porqueel doctor Z., que así se llama este médico, viste juvenil y alegremente, yacaba de recibirlo con un jovial apretón de manos. En fin, cuestión deestilo, probablemente, pero uno siempre preferiría que lo trataran de acuer-do a su condición, o sea con la debida gravedad, en este caso. Y es que eldesesposado acaba de soltar, cubriéndose de ridículo ante su propia memo-ria del presente y del futuro, que: Aunque a usted no le parezca, doctor Z.,mi mal no tiene remedio.
Pero el doctor Z., que lleva un buen rato observándolo con una sonrisa no desprovista ni de humor ni de ternura, le dice a boca de jarro quelo que va a hacer, para empezar, es responderle a una pregunta que usted,señor desesposado, está desesperado por hacerme, pero no se atreve. Y eldesesposado se rasca y rasca la cabeza pero no, nada de salirle la preguntaesa, que ahora sí, por fin, sale de labios de un doctor que, él lo sabe, acabade salvarle la vida por primera vez. Pero ¿cuál es la dichosa pregunta,doctor? Pues que usted no se va a suicidar, amigo. La palabra amigo,escuchada así, en una ciudad que no conoce, de boca de un hombre al queacaba de conocer, sin su frasquito de Tranquilizante-1000, y con su lejana yadorada esposa allá, rumbo a París, cada vez más lejana, cada vez abando-nándolo más, o acompañándolo menos, en todo caso, la palabra amigotambién le ha servido al desesposado como una boya, y como mil boyas,por ser una característica de la depresión el ir de amigo en amigo como unnáufrago va de boya en boya, aunque sin dejarlo saber jamás, sin agradecer-lo siquiera, sólo náufragamente, que es así como vive y va por el mundoquien sufre una buena depresión.
Bien, pero hay también los terrores inesperados, la oreja gigantesca de un señor que va por la calle sin que jamás nadie se fije particularmenteen él, sólo uno, sí, sólo uno, y a centenares de metros de distancia. Comohay los dedos de la mano que sobran y además se nos aparecen pelirrojos, olas idas al cine que debemos interrumpir porque no bien se apaga la luz laangustia a borbotones empieza a estrangularnos en nuestra butaca. Por esosiempre buscamos un asiento de pasillo, y lo más cerca posible de cualquierpuerta que diga EXIT o ESCAPE, sí, y es que a cada rato nos vamos a tenerque escapar perseguidos por nuestros pavores, por esos pavores que novienen precedidos por el más mínimo aviso, pero que nos dejan empapadosy deshechos por los rincones. Sí, por lo rincones, y sí, porque los rinconesson como trampas de inconmensurable imantación que la vida nos va colo-cando hasta en las rectas más interminables. Y sí, porque el hombre depri-mido camina a trompicones por ciudades que siempre le serán extrañas,sumamente extrañas. Tanto que la propia ciudad en que nacimos y crecimospuede resultarnos extraña a los seres que hemos sido invadidos por El maloscuro, como llamó a la depresión el gran novelista italiano Giuseppe Ber-to, y también a los seres que somos presa de Los fantasmas de mi cerebro,como a su vez llamó a la depresión el novelista español José María Girone-lla. Y a la depresión, creo yo, se refirió también el gran bardo popular quefue el argentino Atahualpa Yupanqui, cuando habló de que a uno lo mojahasta ‘dentro, la oscuridad.
Pero yo me estoy apoyando en una depresión personal, o sea siem- pre en un hecho cuyo recuento prefiero hacer desde la propia experiencia, yapoyándome a veces en un anecdotario que no por carecer de una apropia-da terminología científica, por ejemplo, deje de tener su relativa importan-cia y, al menos para mí, una total veracidad. Por ejemplo, es muy cierto quepara mí fue indispensable la confianza absoluta que, desde el primer mo-mento, se estableció en el trato y en la relación de varias décadas (hasta sufallecimiento) entre el doctor Z. y yo. Podía ser la confianza de dos pecado-res, y de dos hombres de muy distintas formaciones y orígenes y nacionali-dades, pero era, digo y repetiré, confianza antes que nada y a prueba debalas. Y existió también una importante diferencia de edades, pero creo quea medida que yo pueda seguir enumerando las diferentes distancias quehubo siempre entre ese gran médico y yo, lo único que continúa creciendomás y más, incluso ahora que escribo y que hace años que él está muerto, loúnico que crece y crecerá siempre es esa total confianza basada en unafecto que tuvo indudablemente de afecto paternal, filial, y de afecto frater-nal. Y hasta me atrevería a decir que entre el gran médico que fue mi amigoZ. y yo, también tuvo una profunda importancia en la terapia (al menos asílo viví yo) una suerte de profunda y multilateral complicidad. Y completoesta idea agregando que, en todo caso a mí, me ayudó muchísimo a salir deaquella depresión feroz que él calificó de neurótica, el hecho palpable ymuy real de que, desde el primer momento, o casi, nos presentáramos eluno ante el otro con todas nuestras cartas sobre la mesa y, diría yo, desnu-dos, sí, con el alma desnuda.
Todo esto fue importantísimo para un muchacho (yo entonces anda- ba por los 27 años) que estrenaba y se estrenaba en Europa, que venía deun hogar lleno de dolor callado, siempre, de silencios eternos y de tabúesque se sacrificaban ante el altar de la honorabilidad, del buen ser y el mejorparecer, en una ciudad que ya mostraba los mil muñones de la miseria y queya formaba parte también de esa “América descalza, que habla el españolde pedir y mendigar”, según las duras palabras del gran escritor puertorri-queño Luis Rafael Sánchez. Yo era una suerte de heredero del silencio y labuena salud, de las buenas conciencias y los mejores modales y educación.
Y, aunque esto se lo debo a mis padres y abuelos resulta que yo no salí así,o sea que resulta que yo salí asá, o sea al revés y culposo y, ¡oh gran colmode males!, demasiado sensible como para tragarme tanto machismo. Y concoraje y hombría y navegando a contra corriente me hice escritor peroresulta que no me hice banquero pero resulta que no por eso dejé de adorara mis padres y abuelos y hasta a agradecerles por ese bien suyo que elloshabían querido poner en mis manos y en mi futuro per vitam aeternam.
El tremendo culposo enclenque y tembleque que recibió el doctor Z.
en su despacho de Barcelona —y qué bien lo vio él— sólo reaccionaría alos estímulos del afecto, del gran cariño, incluso, y de toda esa monumentalconfianza que había sin duda que otorgarle para ir paliando poco a poco losatroces efectos de una soledad abrumadora, de la culpa inmensa de sentirseotro, de una lucidez a veces arrolladora, pero las más de la veces empapadade culpa y tremendamente generadora de desasosiego y más culpa aún, dela demencia y su dolor-locura, de una gigantesca ambición literaria peroninguna vanidad para ponerla en práctica mucho más allá de los límitesreales de un vicio oculto, y una capacidad de entrega a la juerga de la vidasólo comparable al deseo paralelo de amar y ser amado y cuyos límites,gracias a Dios, existían y se ejercían muy a menudo en la permanentenecesidad de cumplir con su deber, en una gigantesca capacidad de ordenque apagara las llamaradas de los grandes abrazos, en una maniática pun-tualidad y en una minuciosidad para los detalles y pequeñas cosas y objetosde la vida cotidiana que en mucho semejaban a las menudas tareas que hanservido tanto de terapia a las personas que viven un internamiento real, osea de manicomio.
Yo vivo con la convicción profunda de que el doctor Z. vio en mí todas estas realidades y tendencias o posibilidades desde la tarde noche denuestra primera cita en Barcelona. Y a ello adjuntó —digamos— unosmíticos folios que me pidió redactar en mi cuarto de pensión, esa mismanoche, de tal manera que se los pudiera entregar en manos propias o hacér-selos llegar en la mañana del día siguiente, un sábado, para llevárselos conél de fin de semana. Apenas volvimos a hacer mención de aquel puñado defolios que yo escribí como loco y del cual no he logrado nunca recordar unalínea. Él decía que era una novela. Y él sabía mucho más que yo, pues eraun gran lector y yo no era más que un debutante enfermo con sus culpas ycontrastes, con su enorme pena de amor, pero también con su sentido innatodel humor. Lo más probable es que en ese puñado de papeles estuviese elembrión de una primera novela. Aunque no es esto lo que me importa. Y nisiquiera es lo que él me dijo y yo a veces he creído. En realidad estoyseguro de que aquellos papeles eran un inmenso pedido de confianza y deafecto. Y a este pedido, estoy seguro, se unía otro que consistía en recla-marle al doctor un espacio para la risa y el humor —no para la comicidad nila carcajada— en toda nuestra relación de médico y paciente y en todaaquella otra relación que debutaba esa tarde-noche y que —creo—, él y yopresentimos que iba a durar para siempre.
Y lo demás fue la mencionada confianza, la distancia obligatoria de aquel tratamiento en que mucho se hizo a través de cartas que iban desde su consulta de Barcelona hasta mi departamento de París y que sólo se inte-rrumpían cada vez que había vacaciones universitarias, ya que por aquellosaños yo trabajaba dictando clases de literatura y civilización latinoamerica-nas en la Universidad de Nanterre, y sólo me era posible ver al doctor Z.
cuando las clases se interrumpían. En estos casos, yo tomaba siempre elprimer tren que saliera en dirección a la Ciudad Condal, y, no bien llegaba,llamaba siempre al consultorio y pedía mi cita como cualquier otro pacien-te, aunque siempre a sabiendas de que, terminada la consulta, el doctor Z.,su esposa e hijos, me invitarían a cenar esa misma noche. Y, aunque sinentrar en los detalles más o menos profesionales, en cierta medida lasconversaciones de sobremesa en numerosos restaurantes de Barcelona eranuna suerte de comedida y más discreta continuación de algunos problemasque habíamos abordado poco antes en el consultorio. Y fue de esta maneracómo el doctor Z. y su familia se convirtieron para mí en la encarnación deuna propia familia, pero en la cual había ingresado yo siendo ya mayor deedad. Y hoy que él ha fallecido, yo continúo viendo todo lo que puedo a suviuda e hijos. En fin, he insistido mucho en este aspecto amical de larelación médico-paciente entre aquel gran psiquiatra y formidable hombre,porque estoy convencido de que, al menos en mi caso, fue realmente indis-pensable. Y no sólo porque en aquellos años tan duros para mí necesitarade ese cariño, de esa familiaridad y de esa confianza, sino porque ademásrealmente me equipó y me dio una serie de elementos que me han sidoindispensables para enfrentarme a otros bajones, término éste tan frecuenteentre las personas que sabemos hasta qué punto la depresión se aleja y hastaparece olvidarnos por completo, durante largas temporadas, pero finalmen-te no nos suelta del todo jamás.
Pero, antes de volver a la depresión per se, quiero despedirme de mi gran amigo e inolvidable médico y persona, el doctor Z., contando unaanécdota muy divertida que, además, creo que lo retrata bastante bien, y, entodo caso, dice mucho de la gran confianza que hubo siempre entre noso-tros. El doctor Z., consciente de que yo entonces vivía —a todo nivel— unlargo período de vacas flacas, solía llenarme los bolsillos de todas laspastillas posibles que yo pudiese necesitar, allá, solo en París. Me atiborra-ba los bolsillos, la verdad, pero resulta que un día él tuvo un coleróntelefónico de padre y señor mío con su cuñada, de nacionalidad suiza. Éstalo había acusado muy torpemente de haber fracasado por completo con ladepresión de su hermano muy querido, y el doctor Z. había pescado talcolerón que hasta miedo nos daba por su salud a su esposa y a mí. Y huboque arrancarle el auricular de entre sus rabiosas manos y colgarle a lacuñada suiza, cuando a gritos la estaba acusando de ser ella, por el contra- rio, suiza de eme, la que le estaba matando a su hermano a fuerza deensaladas de lechuga, en vez de dejarlo que se coma una buena paellaregularmente, como un español cualquiera, en fin, que hubo que cortar porlo sano aquel colerón, cuando el pobre doctor Z. se dio cuenta de quenecesitaba un Tranquilizante-1000, y hasta dos, y fui yo quien tuvo queadministrárselas, de entre las mil cajitas y frasquitos con que acababa dellenarme los bolsillos. Y, perdonen la apostilla, pero un médico así mecurará siempre a mí, por el hecho único de ser una persona, muy humana,maravillosamente humana.
Y ahora, volviendo a la enfermedad, así como en el caso que narro el desesposado cansaba a la esposa, que había dejado precisamente de sersu amante esposa, para convertirse sólo en la esposa, siendo ellos unapareja de recién casados, y sólo por amor, y por un gran amor, además, asítambién creo yo que a los seres que hemos vivido la depresión y vivimossiempre bajo su amenaza, bajo su espada de Damocles, nos acompaña uncierto grado de incomprensión real o potencial, entre los seres con quevivimos y a quienes amamos. Y ello nos hace a menudo ocultarle más de unbajón a más de una persona de nuestro entorno más cercano. Por ello meencanta la frase aquella del francés longevo y genial que fue Fontenelle,cuando un médico que lo visitó en plena “postración”, le preguntó quésentía. A lo que el sabio respondió: “Lo que siento, doctor, es una ciertadificultad de ser. Nada más.” ¿No es ésta, acaso, una de las mejores definiciones de lo que es, por lo menos en sus comienzos, una depresión? Y luego, cuando la enfermedadse agrava, cuando el mal oscuro se agrava, ¿no se convierte esa ciertadificultad en una dificultad cierta y total? A mi modo de ver, la depresiónes principalmente una auto-agresión, una feroz autocrítica y permanente ycruel auto-observación que nos paraliza hasta tumbarnos totalmente. Sedice que los depresivos se convierten en seres que se ocultan incluso debajode sus sábanas, pero a mí me consta que este mal puede agravarse hastaconvertirse el enfermo en un mudo aterrado que se oculta debajo de sucama. Y conocí el extremo, sí señores, de un poeta elegante y sensual,amante de las formas, e incluso un ser para el cual el absurdo de la vida sesalvaba exclusivamente por las formas, gracias a éstas. Diré más, aún. Diréque la depresión puede llegar a extremos en que se convierte en un asuntoligado a nuestro presupuesto.
Pues sí. Me consta. Yo visitaba a aquel querido amigo y gran poeta en su ataúd de enfermo. No en su lecho de enfermo sino en el ataúdelegantísimo que se había mandado hacer para morir o postrar ahí adentrosus muy largos períodos de depresión. Sus amigos nos sentábamos horas a visitar a aquel muerto en vida, que, lo juro, jamás pronunció una palabra nimiró a sus amigos, porque sabe Dios adónde miraba, o si no es que estabamirando directamente el fondo de la noche del dolor, autoagrediéndose ahí,tan elegante como desesperado. Y recuerdo también que, durante una recaí-da, el desesposado de esta crónica se pasó una larga temporada de perrometido debajo de su cama. Y a veces pienso que lo hacía incluso por unaasunto presupuestal. ¿Que cómo? Pues, digamos, que así. Miren. El deses-posado, hombre amante de las formas elegantes, pero de recursos más bienmuy escasos, sobre todo por entonces, jamás hubiera podido costearse unataúd elegantísimo y casero para períodos de postración. Pero, en cambio,era, como tantos otros depresivos, hombre de humor y grandes ironíascervantinas. Quiero decir con esto que no se burlaba del dolor ni de losdefectos ajenos sino de las virtudes personales o ajenas, como ocurrió conCervantes y don Quijote. Y como el desesposado, además de hombre dehumor era amante de los perros, había escogido la parte de debajo de sucama para los períodos en que su vida era una vida de perros. Y así, de estamanera, en su dormitorio de persianas siempre cerradas, en su cámara ne-gra, siempre había un momento en que miraba hacia un lado y comprobabaque, como a los perros que amaba, la esposa le dejaba diariamente unplatillo de comida ahí en el suelo, junto a la puerta que apenas entreabríaella, de ese velorio en vida.
Tengo para mí, y “cosas” he leído por ahí, que la depresión, cual enfermedad literaria y realmente vengativa, visita sobre todo a los humoris-tas1. Y puedo contar, por ejemplo, que una vez en Barcelona estuve presen-te en una improvisada reunión de los más grandes humoristas gráficos de laEspaña de entonces, de hoy, y de siempre. Sí, señores, aquellos mismoshumoristas cuyos nombres o firmas probablemente se les están viniendo austedes a la cabeza en este mismo momento. Para empezar, esos hombresprofundos y tan serios habían escogido, para reunirse, casi el sótano oscuroy desierto de un triste bar, más que un piso bajo o una historiada cava.
Nunca se rieron. Nunca nos reímos. Nunca, mientras tuve el honor de estarcon ellos, de ser presentado, con muchísimo honor y orgullo y placer de miparte, me reí. Y, sin embargo, con la distancia de los años, de unos buenostreinta años, diré que aquella fue una noche llena, de la misma manera enque, una vez al mes, la luna es luna llena.
Y aquí vuelvo a recordar al gran Julio Cortázar, irreverente, crono- pio inmenso, humorista genial que en aquellos setentas y ochentas se queja- 1 Véase el excelente ejemplar que, con motivo de su trigésimo aniversario, le dedicó al humor y a la risa Jano, la revista mensual de “Medicina y humanidades”, número extra deoctubre de 2001, Vol. LXI, N° 1.406. De la página 108 de este mismo ejemplar, he sacadotodas las citas sobre el humor que aparecen en este texto.
ba del exceso de gravedad de la literatura latinoamericana, y de que, comodecía él, “En América latina, no bien un hombre empieza a escribir, se poneserio”. Y agregaba, el autor de mil geniales cuentos literariamente subversi-vos: “¿Hasta cuándo será el humor patrimonio exclusivo de los anglosajo-nes y de Jorge Luis Borges?” Pues hasta él mismo, por supuesto, hasta elmismo gran Cortázar, mi maestro, que, como dije antes, se ocupó ante tododel “lado cómicamente grave de la realidad”. Y en los libros del granCortázar, como en los de tantos otros grandes cultivadores del humor,neurosis y depresión se leen muy a menudo entre líneas y en las propiaslíneas. También Anatole France escribía: “Es posible que me hubiera ani-quilado la tristeza, si no me reanimase la facilidad para descubrir la partecómica de las cosas”.
Y, así también, como Giuseppe Berto en su ya citada novela El mal oscuro, el humorista triste sale al sol de la convalecencia y la salud recupe-radas, a reírse un poco y bastante de su tremenda depresión. Y así, también,tantos y tantísimos humoristas más. El propio desesposado de esta crónicasalió, asimismo, alguna vez, en algún libro de los suyos, a reírse abundantey exageradamente de su larga, muy larga depresión neurótica. Recogió todolo que de ella pudo recoger e inventó con su memoria todo lo que de ellapudo inventar, como homenaje a la vida dolida, a un médico maravillosollamado Z., a un amor perdido, a la infinita pequeñez de la que fue capaz, yasí, de esta manera, logró recuperar, al menos en la literatura suya, queintenta siempre digresivamente incorporar al libro el caos y desorden de lavida, sus grandezas y miserias desmesuradas; y logró recuperar, repito, laestatura moral perdida y también el amor por unos años de su propia vidaque creía perdidos para siempre.
Y lo hizo con humor. Como a mí se me ocurre decir que se debe hacer siempre. Como he visto que lo han hecho y hacen tantos humoristasque sufrieron uno y más y más bajones. Y como a mí se me ocurre tambiénque hacen siempre los humoristas cuando la depresión no está, un poco oun bastante como en la canción aquella de mi infancia, que recuerdo así:Juguemos a la ronda / mientras el lobo está. Pero que, o tiene ahí metidauna enorme elipsis, o qué sé yo, pero que, a mí me parece, debería decir,más bien: Juguemos a la ronda / mientras el lobo no está. Y en aquella novela el desesposado analizó, uno por uno, los efectos secundarios de un antidepresivo llamado Anafranil. Los analizó, por su-puesto, literariamente. Y tanto, que el director en Suiza de los laboratoriosque fabrican o fabricaban este producto, le replicó varias veces, epistolar-mente, desde sus puntos de vista científicos y con toda la informaciónmédica sobre aquel producto. Pero resulta que ese científico suizo era tam- bién un hombre de humor y lo que realmente salió de todo aquel intercam-bio de cartas fue una verdadera amistad epistolar, en la que ambos recono-cían haber aprendido algo y mucho del otro, pero en la que, también, tercapero amistosamente, cada uno se mantuvo en sus trece. El médico suizo ensus trece científicas y el desesposado en sus trece literarias y en sus trecede vida y de auto-observación, que diría el gran Michel de Montaigne.
Y en una sola cosa transaron, de aquélla y de esta crónica de una depresión. De aquellas cartas y de este texto. Los efectos secundarios sondignos de la mejor y la peor literatura, de la misma forma en que varíansegún quién sea el paciente que se traga el bendito y maldito Anafranil. Enfin, como la vida misma. O como diría Oscar Wilde: “El mundo se ha reídosiempre de sus propias tragedias, como único medio de soportarlas”. Y muymodestamente, o sólo para encontrarle un punto final a lo que no lo tiene,yo agregaría: “Sí, don Oscar. Tiene usted toda la razón. El mundo se hareído siempre de sus propias tragedias. Pero lo ha hecho, o lo ha hechomás, o lo ha hecho mejor, a través de sus humoristas, y, en especial, através de aquellos que conocieron la muerte en vida.
Antonio Fraguas, el gran humorista gráfico y lo que se quiera del madrileño diario El País, que de su propia depresión dijo, en una entrevistaconcedida a la citada revista Jano: “Una de las formas de curarse unadepresión es verse a uno deprimido y reírse de uno mismo. Recuerdo quetuve una depresión galopante (.) ; “envuelto en mi manta, con barba de 10días y echado en el sofá, intentaba proyectarme desde arriba, y la verdad esque me daba risa verme tan estúpidamente chafado, y aquello se me fuepasando. Ojo, la depresión no excluye el sentido del humor. Recuerdo quedurante ese tiempo jamás dejé de dibujar y de hacer chistes; incluso mimujer recuerda aquella época y me dice que alguno de los mejores dibujoslos hice en aquella época”.
O sea que voy a concluir sin concluir, o mejor dicho repitiendo una palabras de este gran Forges, que dejan esta charla abierta, al hacerla salirde lo íntimo a lo público, o en todo caso arte del buen gobierno, que no lainmunda política. No confundamos, por favor. Y la frase es, and the winneris: Mister Antonio Fraguas, alias Forges, por sus siguientes y ya citadaspalabras: “Si todos los estados reconocieran la sonrisa como uno de losderechos humanos, se vería tal vez que al existir este derecho a la sonrisatodos los demás derechos están incluidos”.
No olviden, señoras y señores, que estas son las palabras de un hombre que dijo también que la depresión no lo suelta a uno nunca. De ungran depresivo. Un millón de gracias.

Source: http://www.cepchile.cl/dms/archivo_3198_1477/rev90_bryce.pdf

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